Yo era una niña durante una guerra anterior entre India y Pakistán, región plagada de una historia de división. Ayudaba a mis abuelos a oscurecer nuestras ventanas con papel marrón para que la luz de las velas en el interior de la casa no se pudiera ver desde el exterior cuando sonaban las sirenas. Nos sentábamos en la oscuridad: Nana, papá y yo nos acurrucábamos juntos en un columpio acolchado en nuestra terraza, orando a nuestra dulce manera. Sentada cerca de ellos, me sentía segura.
Años después, conocí la Ciencia Cristiana y comencé a practicar sus sanadoras enseñanzas. Aprendí sobre lo que había vislumbrado en el cálido abrazo de mis abuelos: que la armonía duradera no depende de las circunstancias físicas. De hecho, se encuentra en Dios, el Amor divino. La Ciencia Cristiana, la ley universal e imparcial de Dios —la Ciencia del ser— enseña que todos somos un solo pueblo: la descendencia espiritual de Dios, segura en Su ley de armonía. No hay división, separación o quebrantamiento en Dios, el bien infinito.
Mary Baker Eddy, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, escribe: “Un Dios infinito, el bien, unifica a los hombres y a las naciones; constituye la hermandad del hombre; pone fin a las guerras; cumple el mandato de las Escrituras: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’; ...” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 340). Demostrar esto, poco a poco, comienza con que cada uno de nosotros aprenda a vivir este amor cristiano manso y poderoso en nuestra vida diaria, cediendo consciente y humildemente al Amor divino. Podemos aferrarnos al ímpetu espiritual que contrarresta la obstinación, la frustración y la ira: el Cristo, el mensaje de amor de Dios para todos.
Las Escrituras Hebreas se refieren a esta tierna y eterna presencia como una “voz callada y suave” (KJV). El Cristo habla a todos los corazones, incluso en medio de la guerra y el terror. “La ‘voz callada y suave’ del pensamiento científico se extiende sobre continentes y océanos hasta los confines más remotos del globo” (Ciencia y Salud, pág. 559).
Le habló al profeta Elías cuando estaba solo y desesperado (véase 1.° Reyes 19:9-12). El mensaje divino que recibió no fue de condenación o falsa piedad, sino de valor. Se le pidió “sal fuera, y ponte en el monte” contra el viento y marea del terror, simbolizado como terremoto, viento y fuego. Vio que Dios, que es del todo bueno, no podía estar en los desastres y las atrocidades. La voz callada y suave de la Verdad divina trajo paz interior, y las circunstancias externas también cambiaron.
Hace algunos años me lastimé gravemente la mano. El cuadro no era lindo. Oré para ceder a la Verdad y el Amor divinos, sin embargo, no lograba sentir la paz completa que estaba acostumbrada a experimentar cuando oraba para ver la pureza y sustancia innatas del hombre (de todos) por ser la descendencia espiritual de Dios.
Después de un tiempo, se me ocurrió abrir mi corazón para amar a los demás de manera más desinteresada. La inspiración que recibí fue esta: ¡la verdad y el amor de Dios no eran solo para mí, sino para cada individuo en todo el mundo, bendiciendo a todos en todo momento! Nadie podía quedar fuera del amor de Dios.
Con eso, el consuelo y la curación de la herida llegaron de inmediato, y aprecié esta lección de amor desinteresado.
Cuando estamos dispuestos a sofocar el clamor del miedo en nuestros pensamientos y escuchar los mensajes de gracia de Dios, llegamos a conocer la Verdad como una presencia palpable y un poder que nos abraza hoy, trayendo a la humanidad el don de la curación y la armonía. La ira y el conflicto no pueden permanecer en la totalidad de Dios. Más bien, tenemos la capacidad que Dios nos dio para expresar afecto, paciencia, integridad y perdón cristianos.
Cristo Jesús fue el máximo ejemplo de esto. Amaba a sus enemigos con el amor perfecto que silencia la autojustificación y la voluntad propia. La Sra. Eddy escribió: “Amad a vuestros enemigos, o no los perderéis; y si los amáis ayudaréis a que se reformen” (Escritos Misceláneos 1883-1896, págs. 210-211).
Podemos esforzarnos por ser reformadores a través de nuestras oraciones por el mundo, viendo más allá de la aparente división la naturaleza espiritual de todos —nuestra verdadera identidad— y despertando a nuestra unidad con Dios y con los demás, más allá de cualquier frontera. De esta manera contribuiremos a un mundo en el que la verdadera hermandad del hombre se haga realidad más plenamente.