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"DE UNA ZONA A OTRA"

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 3 de febrero de 2014

Publicado originalmente en el Christian Science Journal de Mayo de 1943


El universo de Dios es una infinita reflexión espiritual de sustancia divina y Vida. A todo lo largo, ancho, profundo y alto del universo, las leyes de la armonía están en constante operación. La Ciencia divina es el gobierno de ese reino inmensurable, lleno de ideas divinas y sus identidades obedientes a la Mente que las ha creado. He aquí declaraciones espiritualmente científicas de gran importancia para los estudiantes de los asuntos mundiales.

Cuando los hechos espirituales son discernidos y aceptados, influyen en los sucesos globales tan naturalmente como influyen en las situaciones personales. A medida que la humanidad progresa y sale del caos de la creencia materialista, el pensamiento inspirado, al tomar consciencia del orden divino inalterado, necesariamente se esfuerza con ansias por alcanzar una mayor percepción espiritual con la cual contemplar la firme realidad de las cosas.

Solo la percepción espiritual conoce la unidad eterna de la existencia universal y el control de la Ciencia divina. A través de tan profundo discernimiento, el Amor eterno, imparcial, constante y siempre dirigido a Dios en sus impulsos, es considerado como el único poder que infunde ánimo a todos los elementos y formaciones, a toda inteligencia y acción. El universo de las ideas de la Mente, refleja, total y continuamente, el orden científico y divino, que funciona de acuerdo con la armonía suprema.

Aquello que emana de Dios necesariamente debe existir dentro de la infinitud de la Mente divina, participar de la naturaleza del Alma y estar formado de la sustancia del Amor, puesto que en la Ciencia los términos Mente, Alma, Amor y Dios, son sinónimos. El universo solo contiene cuerpos celestes sostenidos en el inquebrantable ritmo de la armonía celestial, controlados por las fuerzas morales y espirituales de la Mente, y morando en la atmósfera del Alma. Las estaciones del universo son períodos de constante desenvolvimiento espiritual, el cual produce inmarcesibles evidencias de la presencia de las cualidades divinas en toda la creación.

Dios coexiste eternamente con Su universo, con aquello que está comprendido en Su absoluta totalidad. Refiriéndose a la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy escribe: “No es una búsqueda de sabiduría, es sabiduría: es la diestra de Dios que tiene asido al universo —todo tiempo, espacio, inmortalidad, pensamiento, extensión, causa y efecto; que constituye y gobierna toda identidad, individualidad, ley y poder” (Escritos Misceláneos, pág. 364). Esta sagrada declaración asegura constante perfección, infinito gobierno e inmutable soberanía a la existencia universal.

En ningún momento y en ninguna parte del universo puede producirse la ruptura del control divino. Dios no puede ser excluido ni por un instante de la infinitud, y Sus leyes están establecidas para toda la eternidad. La preservación impregna cada una de las acciones en que estas leyes se desenvuelven. Sin oposición, resistencia o retraso, la majestad de la ley espiritual prosigue su glorioso camino. Por eso la manifestación universal, partiendo de la perfección ilimitada, vive, se mueve y tiene su ser en términos de eternidad, totalidad, divinidad.

El universo, al conocer solamente la existencia de la inmortalidad en la sustancia del Espíritu y no ser tocado por el pecado y la muerte, expresa la gloria de Dios, la realidad eterna y radiante. Todas las identidades que forman parte del universo existen en unidad porque, en el orden divino, cada idea es tributaria directamente a la Mente divina, compartiendo siempre su esencia inagotable. De esta forma, la grandeza de toda existencia, indestructible en su vastedad, es mantenida por la Ciencia de Dios.

En contraste con esta inmensidad y estabilidad unificadas de la perfección eterna, creer en un poder aparte de Dios es como un grano de arena en una playa bañada por la marea. El sentido humano errado, al no poder concebir la infinitud o la perfección, cree que el universo es material y está dividido en partes que son tanto discordantes como armoniosas. Cree que hay subdivisiones de la tierra llamadas zonas, y luego en creencia atribuye a esas zonas ciertas condiciones de bien o de mal. Se cree que las zonas frías son regiones del universo donde se originan tormentas que desperdigan desastres. Se piensa que la zona tórrida es una extensión donde se propagan fiebres y pestilencias. Otras divisiones están catalogadas como zonas de terremotos, zonas de huracanes, y así sucesivamente.

Cuando la humanidad se ve envuelta en aceptar la creencia maligna, las subdivisiones del sentido errado se multiplican y parece haber zonas enemigas donde surge la angustia de la guerra, zonas de batalla donde las matanzas tiñen la tierra, y zonas de peligro donde la destrucción espera al viajero. La mente mortal define estas zonas como áreas donde domina el mal y de donde el bien ha sido eliminado. Entonces la creencia mortal declara que si los hombres moran dentro, o pasan por, dicho territorio, están sujetos al desastre y a la destrucción. El sentido mortal, al no tener ni idea del reino infinito de Dios, quisiera creer en estos pequeños espacios donde puede predominar por un tiempo.

No obstante, la Ciencia de Dios tiene el control sobre todo tiempo y espacio, toda causa y efecto, todo poder y ley. No puede existir algo así como un territorio donde el mal tenga el control, o donde la ley de Dios haya dejado de funcionar. No hay espacio que Dios haya desertado, o que sea prohibido para Dios. No hay oportunidad alguna para que el error pueda comenzar, acumularse o dominar. La suposición de que existe un momento cuando Dios no es supremo es una ilusión mortal.

David sabía que eran falsas las pretensiones de que en alguna zona el error pudiera poseer y gobernar la existencia. Al declarar la ilimitada presencia de Dios, el bien, él escribió: “¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra” (Salmo 139:7-10).

La omnipotencia de Dios impide la posibilidad de que haya una zona de peligro en la creación. El hombre jamás pasa por el reino del mal, no existe ni por un momento dentro del mismo, porque el mal, al ser inexistente, no posee dominio alguno. Todas las ideas del creador viven y se divierten con perfecta seguridad en todo el infinito reino de la Mente. No conocen temor ni peligro en el Amor eterno. Saben que nunca pueden ir más allá del cuidado del Amor.

Con estos hechos espirituales la Ciencia Cristiana despoja al error de sus pretensiones, a saber, que hay zonas en las cuales se puede anular la ley de la armonía, restringir la acción del hombre y amenazar la paz universal. No hay ocasión para que se manifieste el mal en el bien inmensurable, no hay tiempo donde se desarrolle el paganismo, no hay sitio donde actúe el magnetismo animal, no hay espacio para la guerra, no hay lugar para la pestilencia, no hay región que pueda ser capturada, no hay oportunidad alguna de que haya discordancia, pecado o muerte.

A fin de que la humanidad pueda tomar consciencia de la eterna seguridad que disfruta el hombre en el universo del Alma, la Sra. Eddy ha dado al mundo la revelación de la Ciencia divina. En su poema “Christ and Chrismas” (Cristo y la Navidad) hay una importante declaración de esta Ciencia:

“Girando veloz, de una zona a otra —brillante, bienaventurada, distante—, a través de la noche sombría de caos brilló una sola y valiente estrella. /

 

“Con tierna misericordia, un rayo leal el Espíritu de prisa envió para levantar a los vivientes, despertar a los muertos y señalar el Camino— /

 

“La idea Cristo, unge Dios, de Verdad y Vida; el Camino en la Ciencia, que todo conflicto aquieta, Él designa”.

Al reflexionar acerca de estas palabras el estudiante de la Ciencia Cristiana puede percibir más claramente el poder del Cristo, la verdadera idea de Dios y Su universo, que toca toda consciencia humana para que tome conocimiento de la omnipotencia y omnipresencia de Dios. Sin comenzar ni detenerse, sino circulando eternamente, el Cristo desafía una creencia tras otra de los reinos, poderes y logros del error, y acaba con estas creencias, liberando al desvalido, al temeroso, al que se encuentra atado. La idea verdadera, al aparecer dondequiera que el error afirma estar, prueba que solo Dios y Su manifestación están allí. Elevándose por encima de “la noche sombría de caos”, la luz del Cristo disipa la oscuridad del error, y “todo conflicto aquieta” revelando la tranquilidad imperturbable de la existencia espiritual universal.

“Girando veloz, de una zona a otra”, el Cristo incita a los vivientes para que pongan su confianza en Dios y en Su plan de bondad eterno. Ofrece una vía de escape para que la humanidad se aleje de las creencias de persecución y cautividad, pues demuestra la eterna unidad de Dios y el hombre, y esta verdad desafía y vence la mentira de que los hombres puedan estar apartados de la ayuda divina. Anima a los hombres para que resistan la arrogancia de la mente mortal y tomen consciencia de los ángeles, los pensamientos de Dios, que están con ellos para poder ser distribuidos a los puntos más distantes.

El Cristo es el libertador de los hombres, tanto antes como después que la pretensión de la muerte se imponga. Es el vencedor de las creencias en la batalla y la tumba. Es el Salvador de muchos, el liberador de las masas, el rápido y coincidente mensaje y manifestación de la Vida eterna a todos los hombres. Ningún edicto, muro, guardias, circunstancias o localidades pueden ocultar al Cristo de la vista de nadie. La idea verdadera es inseparable de los hombres, es una influencia por siempre presente en el pensamiento humano, es el Salvador supremo y oportuno que posee el poder adecuado para refutar y disipar toda pretensión de que el mal pueda tener realidad, presencia o poder en algún lugar del universo de Dios. Jamás se puede decir del Cristo que hay demasiado poco o que llegó demasiado tarde para responder a la necesidad humana.

La verdadera idea del único Dios infinito, el bien, toma por asalto las ciudadelas del paganismo y exige el colapso de la creencia en otros dioses. Ante su llameante luz las frágiles estructuras del misticismo, la superstición, la imaginación y la imposición se disuelven en oscuridad. El Cristo acaba con su mesmerismo y deroga su esclavitud. Es realmente un Salvador activo que está al alcance de toda la humanidad.

El Cristo es el mensaje y evidencia para todos los hombres, de la eterna presencia del Amor infinito que lo abarca todo. Hace que tomemos consciencia de la altitud del Amor que llega más allá de los cielos, por encima de las estrellas y a través de los vientos. Elevándose cada vez más, tan lejos como puede llegar el pensamiento, el Amor sigue siendo el Altísimo. Aunque uno se remonte no puede pasar los límites de su cuidado, ni perder la ley de su abrazo.

El Cristo revela la profundidad del Amor. Por debajo del horizonte, debajo de las aguas, bajo toda formación, el fundamento de toda la creación de la Verdad, mora en el Amor. Más profundo que donde el razonamiento humano puede ir, inmensurablemente más allá de la línea de exploración, muy por debajo de los sondeos y excavaciones de la investigación humana, en el centro mismo del universo, está el Amor.

El Cristo muestra el aliento del Amor. A través de todas las aguas y sobre todas las tierras, más allá de todo el espacio y el tiempo, sin cesar ni estar ausente jamás, aquí y más allá, se extiende el aliento del Amor. Un mundo tras otro entrega su dominio, y la identidad más pequeña de la Vida es nutrida en su seno. Continuamente en el ser infinito, el Amor vive, conoce y mantiene lo que le pertenece.

A medida que la consciencia humana contempla esta infinitud del Amor, Dios, y Su universo espiritual, las pretensiones de odio, guerra y desolación, llegan a su fin, porque no pueden tener reino, o mandato, donde se sabe que está el Amor. La disposición por zonas de la creencia humana, que le daría al mal un lugar y libertad, se vuelve obsoleta, y la omnipresencia del bien divino aparece como la realidad.

Dios, el creador de todo, está en paz, y Su universo prospera en esa paz. En todo el reino de la realidad no existe ninguna zona de peligro, ninguna zona de guerra; no hay área donde more u opere el mal; no hay playas áridas, ni lugares desolados, ni traicioneras profundidades, ni espacios deshabitados, ni muros de prisión, ni poder temible, ni tierra enemiga. Entonces no tengamos temor. Caminemos en el exterior con seguridad y ganemos la victoria sobre la creencia en algún poder aparte de Dios. La Sra. Eddy dice: “La profundidad, la anchura, la altura, el poder, la majestad y la gloria del Amor infinito llenan todo el espacio. ¡Eso basta!” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 520).

  

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