La humanidad está despertando y buscando un Salvador. Individuos, grupos y naciones, lidiando con problemas que parecen imposibles de resolver con los procesos acostumbrados, claman por encontrar algo, o a alguien, que los ayude a salir de los complejos asuntos humanos. Hay una necesidad universal de conocer una forma segura de administrar los negocios, la economía y el gobierno. Los más claros pensadores de nuestra época saben que estamos parados en el umbral de una nueva era, donde enormes conflictos de pensamiento son inminentes, donde caminos inexplorados yacen delante, y donde un poder mayor que la sabiduría humana deberá enfrentar los elementos que parecen obstaculizar el progreso de la raza humana. Existe la necesidad de un salvador para las multitudes, para la salvación, que actúe coincidentemente en todas partes de la tierra, de modo que la justicia sea impartida a las naciones.
En todo el mundo vemos hombres y mujeres elegidos para manejar los asuntos de sus respectivas comunidades. ¿Acaso no son elegidos con la expectativa de que podrán en cierto grado salvar a sus localidades de la discordia y quizás del desastre? Los concejos municipales, los cuerpos legislativos estatales, los gobiernos nacionales, son elegidos para promulgar y administrar leyes para sus comunidades y naciones en particular, de manera que vivan en armonía y seguridad. En algunas instancias dicho propósito se cumple en gran medida. En otras, hay confusión, desesperanza, se actúa a tientas, e incluso con maldad. A veces parece como si fuera más difícil ver el bien en operación entre los grupos, que en los individuos. No obstante, en muchas instancias parecería que el progreso del mundo dependería de la acción en grupo.
En medio de las tribulaciones de los últimos años, aquellos que han sido elegidos líderes en diferentes países, han procurado cumplir con las esperanzas puestas en ellos. Los cuerpos administrativos se han esforzado por resolver problemas de un mundo en desacuerdo. Sin embargo, a pesar de estos sinceros esfuerzos, la necesidad de la humanidad jamás ha sido más grande que ahora de ser liberada de la creencia en el mal elemental. ¿No implica esto acaso que ningún poder meramente humano por sí mismo es un salvador, y que aquellos que para ser liberados permanentemente del mal ponen su confianza en personas y en métodos materiales, por más buenos que parezcan ser, finalmente se verán obligados a echar el ancla de su esperanza en las profundidades de la provisión divina? Ciertamente debe haber un Salvador universal sumamente capaz de responder a todas las necesidades raciales. Al mirar más allá de los confines de la humanidad, hacia el reino del Amor divino, vemos que este liberador, el poder de Dios con los hombres, es realmente adecuado para salvar al máximo. Es el Cristo, el “poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Romanos 1:16).
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