Hace más de veinticinco años me diagnosticaron un tumor interno grande e incurable. Con mucha amabilidad, mi médico por último me informó que la ciencia médica ya no podía ayudarme, y que posiblemente me quedara un año o año y medio de vida. En ese momento le dije que al menos probaría con la Ciencia Cristiana, aunque yo tenía poco conocimiento de lo que era esta Ciencia. El médico comentó que si me curaba, él quería ser el primero en estrecharme la mano.
Recurrí de inmediato a la Ciencia Cristiana, compré el libro de texto, Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, y obtuve ayuda de un practicista. Durante un tiempo mi condición empeoró rápidamente. Mi vista comenzó a debilitarse hasta que quede totalmente ciega y casi completamente paralítica. Una noche, todo llegó a su punto culminante. Tenía gran dificultad para respirar y sabía que estaba perdiendo la batalla. Sin embargo, de pronto pude concentrarme y estar alerta, y escuché la conversación entre mi esposo y el practicista. Mi esposo dijo de todo corazón: “Si la Ciencia Cristiana sana a mi esposa, seré el mejor Científico Cristiano de su movimiento”. El practicista respondió: “No diga eso. Si la Ciencia Cristiana no es la verdad, usted no la querrá, aun si la sana. Si es la verdad, la querrá, aunque no la sane”.
Mi pensamiento estuvo de acuerdo y aceptó con júbilo esas declaraciones. Al marcharse esa noche, el practicista me pidió que le prometiera que repetiría las palabras del libro de texto: “No existe poder aparte de Dios” (Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, pág. 228), y que no permitiría la entrada a ningún otro pensamiento. Así se lo prometí. Obedecí y, de a poco y con mucho esfuerzo mental, repetí la oración que me había dado. Cuando sentía dolor y la sugestión decía: “¿Acaso el dolor no es un poder aparte de Dios?” Mi pronta respuesta era: “No. No existe poder aparte de Dios”. Luego la ceguera argumentaba que, sin duda, era un poder aparte de Dios, pero entonces yo recordaba y decía: “No. No existe poder aparte de Dios”. Cuando intentaba moverme y me daba cuenta de que no podía, la tentación insistía en que la parálisis ciertamente era un poder aparte de Dios, y una vez más yo declaraba la verdad. Así continuó la lucha hasta que de repente percibí la verdad de que si Dios es Todo, entonces es cierto que “no existe poder aparte de Dios”. ¡Fue maravilloso! Mi corazón cantaba, y yo comprendía las palabras: “No existe poder aparte de Dios”.
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