Recuerdo muy claramente cuando vi por primera vez a nuestro bebé adoptado, Sean (no es su verdadero nombre). Él observaba ansiosamente cada uno de nuestros movimientos. Para nosotros, él era perfecto.
No obstante, a medida que crecía notamos que estaba constantemente listo para batallar con el mundo. Por ejemplo, si alguien accidentalmente lo llevaba por delante, a menudo reaccionaba con violencia. Después, recordaba muy poco de lo que había ocurrido. Y cuando lo corregíamos con cariño, se ofendía mucho, y sentía que nos habíamos puesto en su contra. Los estudios académicos también le eran difíciles, y lo hacían sentir aún más cohibido e inseguro. Me rompió el corazón escucharlo preguntar por qué no tenía ningún amigo o nunca lo invitaban a una fiesta de cumpleaños.
Me había resultado muy útil orar por todos mis hijos con regularidad, pero me di cuenta de que necesitaba afianzarme espiritualmente cuando cuidaba de Sean, especialmente. Una idea que significaba mucho para mí era el concepto de Dios como el Progenitor divino de todos.
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