Cuando estaba en el bachillerato, me enfermaba de gripe cada año durante cierta temporada. Estaba agradecida de haber asistido a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana y sabía orar cada vez que esto sucedía. Había aprendido que Dios es el Amor divino, y sabía, por supuesto, que el Amor nunca me dejaría sufrir. Cada vez, al orar y sentir más del cuidado del Amor por mí, me liberaba rápidamente de todos los síntomas.
Entonces un año me di cuenta de algo: no tenía que seguir sufriendo una temporada de gripe tras otra. En cambio, podía negarme a aceptar dos sugestiones agresivas fundamentales que eran la base de este problema: La primera, que la enfermedad existe. Y la segunda, que la misma podía tener un ciclo o temporada, incluso un comienzo y un fin.
Había aprendido que la Biblia dice que Dios lo creó todo y lo hizo muy bueno. Y esto significaba que como la enfermedad no es buena, Dios nunca podría haberla hecho. Él nunca crea nada dañino. Y como la enfermedad no tiene comienzo, tampoco puede repetirse ni tener un ciclo, por lo que no podía tener ningún poder o presencia en mi vida.
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