Me sentía sin amigos y sola. Era el verano antes de mi tercer año del bachillerato, y a medida que se acercaba septiembre, no sabía con quién iba a sentarme en el almuerzo, hablar entre clases o a quiénes llamaría mis amigos.
Durante los primeros dos años, me había esforzado por tener amistades estables y duraderas. Era amable con muchos de mis compañeros de clase, pero realmente no me conectaba ni me comunicaba con ellos fuera de la escuela. Y varias veces, cuando me había hecho buena amiga de otras chicas, la amistad terminaba porque nuestros intereses discrepaban. Durante mi segundo año, una amiga me dijo de la mejor manera que yo no era “muy divertida”. Ella quería ir a fiestas, y también sabía que yo no quería beber alcohol. Así que encontró a otras compañeras con quienes pasar el tiempo.
Yo quería un grupo unido de amigas con las que pudiera ser yo misma. Quería sentirme amada, no rechazada.
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