Recientemente, he sentido una profunda gratitud por las multitudes que oran por la paz y la armonía en el mundo. Aunque las culturas, las religiones y las tradiciones puedan diferir, este reconocimiento universal de la eficacia de la oración por la paz me da esperanza de que la unidad entre las personas y las naciones es una posibilidad presente, aun en medio de lo que parece ser caos, hostilidad y polarización.
Mi expectativa de que esta oración universal pueda generar armonía y unidad proviene de algo que aprendí hace años: que hay amplio acuerdo en observar y practicar lo que se conoce como la Regla de Oro. Hoy en día, según varias fuentes de Internet, esta “regla” es la esencia de más de diez religiones repartidas por todo el mundo. En otras palabras, gran parte de la comunidad global comprende que, si queremos ser tratados con justicia, compasión e igualdad, nosotros mismos deberíamos tratar a los demás de esa manera.
Como seguidora del cristianismo, me esfuerzo por practicar la regla como Cristo Jesús la enseñó en su Sermón del Monte: “Haz a los demás todo lo que quieras que te hagan a ti. Esa es la esencia de todo lo que se enseña en la ley y en los profetas” (Mateo 7:12, NTV).
Algunos podrían decir que se necesitaría más que vivir la Regla de Oro para que haya unidad, paz y armonía en el mundo; se necesitaría un milagro. Y quizá verían ese fenómeno como algo raro y probablemente limitado a las historias de la Biblia.
Sin embargo, la Ciencia Cristiana, o la Ciencia del Cristo, ofrece una percepción diferente de los milagros. Por ejemplo, Mary Baker Eddy, la Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, escribe en su obra principal, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Un milagro cumple con la ley de Dios, pero no viola esa ley”. Luego continúa: “El milagro no introduce ningún desorden, sino que revela el orden primordial, estableciendo la Ciencia de la ley inmutable de Dios” (págs. 134–135).
Fue el orden primordial o fundamental de la ley inmutable de Dios, no un fenómeno sobrenatural, lo que los discípulos presenciaron cuando Jesús calmó un mar turbulento (véase Marcos 4:37–39), y cuando sanó a un hombre que sufría de parálisis (véase Marcos 2:3–12).
Al estudiar estos relatos, me di cuenta de que el mar turbulento y el cuerpo paralizado son análogos a un mundo inquieto aparentemente incapaz de avanzar a fin de liberarse de las tribulaciones y aflicciones físicas debilitantes. ¿Es posible que experimentemos la misma ley inmutable de Dios en acción para el mundo de hoy que Cristo Jesús experimentó cuando calmó el mar y sanó al hombre discapacitado? ¿No es esto lo que prometió cuando dijo: “El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre”? Y luego hizo otra promesa de que él rogaría “al Padre, y Él os dará otro Consolador para que esté con vosotros para siempre” (Juan 14:12, 16, LBLA).
Al comprender que el Consolador que Jesús prometió —la Ciencia divina, la Ciencia Cristiana— está aquí para guiarme a aplicar las leyes de Dios a fin de satisfacer todas las circunstancias humanas, recurrí a Ciencia y Salud, donde leí: “Un único Dios infinito, el bien, unifica a los hombres y a las naciones; constituye la hermandad del hombre; pone fin a las guerras; cumple el mandato de las Escrituras: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo;’” … (pág. 340).
Qué paz y alegría vienen al reconocer que, puesto que hay un solo Dios infinito, la verdad de Su ley inmutable se manifiesta —unificando a los hombres y a las naciones, expresando la hermandad que cumple el mandamiento de que nos amemos unos a otros como nos amamos a nosotros mismos— en la medida en que vivamos la Regla de Oro. Y es sumamente natural ser obedientes al mandamiento de amarse unos a otros cuando comprendemos que la Mente infinita, Dios, creó a todos a la imagen y semejanza divinas, completamente buenos (véase Génesis 1).
Hace unos años, comprobé cómo la práctica de la Regla de Oro podía hacer más evidente la presencia continua del reino de la armonía de Dios. Una situación tensa y discordante estalló en nuestro previamente pacífico vecindario en el que todos siempre se habían apoyado mutuamente. El ambiente cambió repentinamente cuando una familia recién llegada parecía estar motivada por la ira y la intolerancia. Los miembros de la comunidad, que antes habían sido confiados, se volvieron temerosos, y, en consecuencia, comenzaron a mostrar intolerancia hacia los demás.
Un día de invierno muy frío, mi hija y yo llevamos agua a nuestros caballos en un pastizal cercano porque la bomba de agua estaba congelada. En el trayecto a casa empecé a pensar en nuestros nuevos vecinos y me di cuenta de que yo había sido fría y poco hospitalaria al pensar en ellos.
En ese momento, me sentí humildemente disciplinada, ya que me di cuenta de que el orgullo se había interpuesto en la manera de tratarlos como me gustaría ser tratada. Al reconocer el simple requisito de la Regla de Oro, empecé a derramar amor mentalmente hacia esta familia, y a sentir la calidez de ese amor que nos rodeaba a mí y a mi hija.
Cuando regresamos a casa después de atender a los caballos, horneamos galletas para nuestros nuevos vecinos como una manifestación externa del amor que estaba sintiendo. Después de entregarlas, nos detuvimos nuevamente a dar de beber a los caballos. Para nuestra grata sorpresa, la bomba de agua ya no estaba congelada, a pesar de que la temperatura no había cambiado. Más tarde, al reflexionar sobre esto, me regocijé por este sencillo ejemplo del desarrollo del “orden primordial, estableciendo la Ciencia de la ley inmutable de Dios”.
Poco después, otras personas en la comunidad comenzaron a comunicarse con los nuevos vecinos, quienes a su vez expresaron amabilidad. Para la primavera, la paz, la armonía y el apoyo mutuo no sólo habían regresado a nuestro vecindario, sino que parecían aún más fuertes que antes.
Cristo Jesús prometió que podemos percibir la presencia del reino de Dios y de la ley inmutable al “arrepentirnos”; al pasar de lo que los sentidos físicos nos dicen a los hechos espirituales. Cuando comprendemos y aceptamos que Dios, el Espíritu, solo nos da estos pensamientos verdaderos y espirituales, entonces nuestro pensamiento se establece en el reino de los cielos bajo el control de la ley inmutable de Dios. Somos libres de confiar en que la Regla de Oro puede transformar el mundo, y nos sentimos inspirados a abrazar y vivir este estado de pensamiento lleno de esperanza que anunció la venida de Jesús: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14).
    