Era mi último año, y me habían pedido que participara en el concurso de reina del anuario de nuestra escuela. Sonaba divertido, así que acepté y trabajé en desarrollar mi talento y preparar un discurso entretenido. Fue entonces que me di cuenta: ¿Dar un discurso? ¿Frente a mis compañeros? ¡Esto me pareció muy abrumador!
Continué practicando y preparándome, pero me resultaba difícil superar todos los pensamientos de temor. Finalmente, la tarde antes del evento, estaba tan nerviosa que mi mamá me sugirió que llamara a una practicista de la Ciencia Cristiana para que me apoyara con la oración. Esta no sería mi primera experiencia de pedir ayuda a un practicista cuando tenía un problema, y puesto que había tenido algunas curaciones maravillosas en el pasado, estuve de acuerdo. La practicista me dijo que oraría por mí, y me aseguró que yo era una hermosa hija de Dios y ya incluía todas las cualidades que necesitaba para desempeñarme bien: gracia, serenidad y paz, y que podía confiar en esto.
Durante la cena de la clase antes del concurso, no pude comer, y mis amigos me preguntaron si me sentía bien. Estaba muy callada, tratando de recordar lo que la practicista había compartido conmigo y escuchar solo los pensamientos de Dios, pensamientos buenos que me brindaban paz. Este pasaje de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras explica cómo estaba orando: “Insiste con vehemencia en el gran hecho que abarca todo: que Dios, el Espíritu, es todo, y que no hay otro fuera de Él” (pág. 421). Estaba haciendo todo lo posible para “[insistir] con vehemencia” en que podía escuchar esos pensamientos de Dios, que sabía que borrarían los pensamientos de temor y duda. Sabía que en medio de la totalidad de Dios, del Espíritu —todo el bien— no había nada que se opusiera a Él.
Llegó el momento de volver al escenario después de que todos los demás eventos se hubieron completado, y estaba tan nerviosa que pensé que mi corazón se me saldría del pecho. Fue entonces que sucedió algo asombroso. En el momento en que subí al escenario para dar mi discurso, el temor y el nerviosismo se evaporaron por completo. Di el discurso e incluso disfruté mucho hacerlo. Y para mi sorpresa, al final llegué como segunda finalista del concurso debido a mi desempeño general.
Pero esto fue lo mínimo que me dio esta experiencia. No sabía que a medida que avanzara mi último año tendría que dar discursos en varias actividades de clase antes de la graduación. Después de haber enfrentado —y sanado— el miedo de hablar en público, estaba lista para cumplir con las otras obligaciones de hablar con confianza y alegría, apoyándome totalmente en Dios.
Esta curación no solo me dio la capacidad de hablar sin miedo en público, sino que también me enseñó que puedo recurrir a Dios para cualquier cosa que necesite. Y en los muchos años transcurridos desde entonces, siempre lo he hecho.