Cuando comencé a estudiar la Ciencia Cristiana, tuve una experiencia que cambió para siempre mi punto de vista sobre la naturaleza de la realidad, y puso literalmente de cabeza lo que consideraba real.
Antes de aprender sobre la Ciencia Cristiana, mi perspectiva de la realidad se basaba en lo que me habían enseñado en mi infancia en la Escuela Dominical de una iglesia protestante tradicional. Para cuando entré en la escuela de posgrado, tenía algunas preguntas serias sobre lo que era real y verdadero acerca de mí y mi relación con Dios.
Comencé a asistir a las reuniones de la Organización de la Ciencia Cristiana en mi universidad y me captaron el interés. Estuve de acuerdo con todas las ideas nuevas que estaba aprendiendo acerca de Dios y el Cristo; ideas tales como que Dios no nos da tanto castigo como alabanza, sino que Él es solo el bien, el Amor divino que abarca todo, y que al darnos cuenta y comprender este hecho, descubrimos que es el Amor el que constantemente guía y dirige nuestros pensamientos y acciones, cada día y a cada momento. También estaba aprendiendo que el Cristo es atemporal —estuvo en operación antes, durante y después del advenimiento y ministerio de Jesús— y que el Cristo es una presencia real y activa en nuestras vidas hoy. El Cristo, o la acción del Amor divino, nos ayuda a avanzar en nuestro progreso espiritual, y nos libera del pecado y la enfermedad.
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