Según dicen, vivimos en la era de la posverdad. La posverdad se define como “relacionarse o denotar circunstancias en las que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que las apelaciones a la emoción y la creencia personal” (lexico.com). Si bien esta puede ser una descripción adecuada de lo que parece estar sucediendo dentro del ámbito político actual, la posverdad no es un término que yo usaría para describir el mundo en el que realmente vivimos. Y he aquí por qué:
Como Científico Cristiano, he llegado a apreciar la Verdad —con V mayúscula— no como una representación con demasiada frecuencia subjetiva de los hechos, sino como un sinónimo de Dios; como aquello que, por su propia naturaleza, es infalible e invariable, enteramente bueno, completamente puro; como algo en lo que puedo confiar sin cuestionar y sin excepción; como aquello que, incluso cuando se lo resiste, tarde o temprano encuentra la manera de dar a conocer su presencia en mi experiencia.
Entonces, cuando escucho el término posverdad (que traduzco como “pos Verdad”), tiendo a escuchar “pos-Dios”, e independientemente de nuestra posición política, estoy seguro de que muchos estarán de acuerdo en que no vivimos en un mundo sin Dios.
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