Amo la iglesia. Y sí, no me avergüenzo de admitir que la amo, porque he visto lo que la iglesia puede hacer. He visto lo que ha hecho por mí.
He sido miembro de una filial de la Iglesia de Cristo, Científico, desde hace un tiempo, y he comenzado a notar una tendencia. Cada vez que hay un miembro que no es mi persona favorita, se me brinda la oportunidad de sanar esa percepción errónea. Terminamos en el mismo comité o enseñamos en la Escuela Dominical juntos o me encuentro sentada a su lado durante un servicio religioso. Y mientras oro para amar a ese individuo de la manera en que merece ser amado, el Cristo, el poder de la Verdad que revela quién es cada uno de nosotros como hijo de Dios, me conmueve el corazón. Mi perspectiva cambia. Soy bendecida con una opinión nueva y reformada de la persona. Donde antes solo había irritación, el amor irresistible de alguna manera… se hace cargo.
Como ocurrió con uno de mis colegas maestros de la Escuela Dominical. Podría decirse que ella me volvía loca. Yo era amable. Perfectamente respetuosa. Sobre todo, trataba de sobrellevarlo evitándola, pero eso realmente no funcionó. Entonces, ¿oré al respecto? En realidad, tengo que decir honestamente que no. ¿Por qué habría de hacerlo? Éramos demasiado diferentes como para ser amigas alguna vez.
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