Recientemente, se me ocurrió en mi caminata matutina que mis oraciones se habían vuelto demasiado complicadas y centradas en el futuro. Pensé, asombrada, que era casi como si hubiera estado tratando de redecorar los problemas humanos con la verdad espiritual para que pudieran verse mejor mañana o al día siguiente. Me di cuenta de que había estado tratando de debatir conmigo misma para obtener algo que creía que me faltaba.
Tomar conciencia de esto me detuvo en seco. Me mantuve quieta por un momento largo, observando las flores que salpicaban el campo más lejano, recordando que el bien omnipresente, Dios —no alguna posibilidad futura de bien— es la única base real para la oración eficaz y sanadora. También afirmé que “es tan sencilla la oración / que el niño la dirá” (James Montgomery, Himnario de la Ciencia Cristiana, Himno N° 284).
Tomemos, por ejemplo, a Ingrid, la nueva beba de mi amiga. Ella no tiene necesidad de definir el futuro, y mucho menos orar por él. Para Ingrid, todo está presente, es real, no está proyectado, sino plenamente vivo. Cada cambio de luz, color, textura y sonido es una mezcla de paz, poder y asombro que impulsa a maravillarse. Ella vive sin las limitaciones del lenguaje humano ni del tiempo.
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