Hace años, odiaba el lugar donde vivía. Mi casa estaba muy cerca de una carretera principal en nuestra comunidad, y a menudo dormía con una almohada sobre mi cabeza para bloquear el ruido. Ya fuera debido a las delgadas paredes de la casa o al tráfico ininterrumpido de una calle concurrida, sentía que mi creciente molestia era justificada.
Mi travesía para amar verdaderamente mi hogar comenzó al reflexionar sobre las enseñanzas de Cristo Jesús, el maestro cristiano, quien nos instruyó: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (Mateo 22:37-40).
Para mí, esta declaración revelaba que Jesús comprendía que el amor es la esencia misma de Dios, y del hombre como Su expresión espiritual. Él enseñó que toda la ley de Dios está arraigada en el Amor infinito, y aplicó esta ley en la práctica al sanar a multitud de personas. Los pecadores fueron reformados, los ciegos vieron, los dementes recuperaron la cordura y los muertos fueron resucitados.
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