Aunque había sido criada en la Ciencia Cristiana, no fue sino hasta que estuve en la universidad que realmente me apropié de ella. Un momento importante fue la primera vez que sané a través de mi propia oración.
Cuando estaba en segundo año, vivía en el campus de una escuela de arte urbano y se me desarrolló una erupción en la cara. Lo toleré por un tiempo, pero era irritante y antiestético. Un día en el comedor, un amigo expresó su preocupación, sugiriendo que podría extenderse aún más y limitar mi visión. Su comentario me sacudió, impulsándome de la negligencia a la acción.
Sola en mi dormitorio esa noche, me volví a Dios en oración, haciendo todo lo posible para no concentrarme en la condición física. Al buscar inspiración, me vinieron estas palabras de la Biblia: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios” (Salmos 46:10).
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