Un día ayudé a una señora a regresar a su apartamento, porque tenía dificultades para caminar. Le di mi mano para que la sostuviera durante mucho tiempo, compartiendo pensamientos que la consolarían, mientras afirmaba en oración que el Cristo caminaba delante de nosotros a cada paso. Después de dejar a la señora en su casa, continué con las actividades de ese día.
Esa noche sentí agudos dolores musculares en el brazo. Afirmando silenciosamente que mi naturaleza es espiritual, no material, rechacé este testimonio de los sentidos físicos porque era falso. Pensé en un rayo de sol, que ilumina un lugar preciso sin ser molestado por lo que está iluminando. Inmediatamente recordé que durante la tarde mi objetivo había sido dejar que la luz del Cristo, que ilumina el sentido oscurecido, brillara a través de mí, y que mi salud no podía ser perturbada por hacerlo.
Mary Baker Eddy escribe en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Dios nunca castiga al hombre por obrar bien, por labor honrada o por actos de bondad, aunque lo expongan a la fatiga, al frío, al calor, al contagio. Si el hombre parece incurrir en un castigo a causa de la materia, esto es solo una creencia de la mente mortal, no una promulgación de la sabiduría, y el hombre únicamente tiene que iniciar su protesta contra esta creencia con el fin de anularla” (pág. 384).
Por lo tanto, debido a que expresamos las cualidades de nuestro querido creador —Dios, el Amor divino— no estamos sujetos al mito de que la existencia se basa en la materia. La verdadera percepción de lo bien que estamos no se encuentra en el informe de síntomas transmitidos por los sentidos. El sentido espiritual, que todos tenemos de forma innata, es el único testigo de la única realidad espiritual, verdadera y permanente.
Me aferré a esto, razonando que la autoridad del Cristo da poder a la acción caritativa y no puede causar sufrimiento, porque el sufrimiento no tiene lugar en el Principio infalible, Dios. La respuesta a mis protestas contra esta injusta falsedad fue la comprensión de que sólo la Mente divina nos gobierna, y que, por lo tanto, estamos intactos y completos, ahora y para siempre.
Orar razonando de esta manera me hizo feliz y me sentí agradecido a mi Padre celestial por darme la llave de la inspiración que abrió mi pensamiento. Había estado acostado y me levanté sin sentir el más mínimo dolor en el brazo. El dolor no regresó, y pasé una noche agradable en profunda gratitud por Dios, nuestro fiel protector, y por el descubrimiento de la Ciencia Cristiana que podemos demostrar todos los días.
Cristian Martín
Fos sur Mer, Francia