Hace dos mil años, Cristo Jesús vino a enseñar al mundo acerca de la verdad. Este largamente esperado y profetizado Mesías, o ungido, se dedicó irrevocablemente a la adoración de Dios, el Espíritu. La verdad que Jesús reveló fue un reino que no es de la tierra —no es de la carne— sino del Espíritu.
Reveló la unidad del hombre con Dios, con el único Padre-Madre divino. Leemos en Primera de Juan: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; … Amados, ahora somos hijos de Dios” (3:1, 2). Esto implica una forma completamente nueva de pensar, porque el Padre, Dios, es Espíritu, por lo tanto, Su descendencia debe ser totalmente espiritual.
Jesús a menudo instaba a la gente a arrepentirse, lo que en griego significa “pensar de manera diferente” (Strong’s Exhaustive Concordance of the Bible). Señaló la necesidad de eliminar los viejos puntos de vista materiales de la vida para dar cabida a la nueva forma de pensar espiritual. Dos opuestos —la materia y el Espíritu— no pueden existir simultáneamente. Jesús reveló la gran realidad de que el Espíritu creó todo; por lo tanto, la materia, lo opuesto al Espíritu, debe ser y es irreal.
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