La extensión generalizada y el crecimiento rápido del movimiento de la Ciencia Cristiana han sido tal que siempre nos sorprende cuando llama la atención alguna comunidad donde se ha conocido esta verdad por cinco, diez o incluso quince años, no obstante, el trabajo realizado no se ha establecido con firmeza, y no se ha obtenido ningún logro perceptible. Quizás los pocos que están a cargo de una organización de iglesia se reúnan todos los domingos y miércoles en la casa de alguno de ellos, o tal vez en un espacio alquilado. Nada se ha dejado sin hacer en lo relativo a los carteles en el edificio donde se celebran los servicios religiosos, y el anuncio de los horarios y el lugar jamás faltan en los periódicos, pero la organización no crece; el carácter formal y decoroso de los servicios no es perturbado por la intrusión de un público curioso, como tampoco se han agregado concurrentes nuevos al pequeño rebaño, a no ser por la visita de un recién llegado a la ciudad, que anteriormente se ha identificado con el movimiento en algún otro lugar. No obstante, estos recién llegados son contrarrestados por aquellos que se mudan y, como consecuencia, la iglesia o sociedad se encuentra estancada, y con tiempo el trabajo se abandona, a menos que alguien de otra área aparezca para salvarla.
Afortunadamente, los casos como los descritos son poco frecuentes, y esta ineficacia esporádica está más que contrarrestada por la actividad de otras comunidades, las cuales, en lo que respecta a las condiciones naturales, no presentan un mejor campo para el trabajo cristiano que aquellos donde el trabajo está en un punto muerto.
La explicación de las condiciones determinantes no es difícil. No se le da prominencia a la tarea de sanar al enfermo, la cual es invariablemente la precursora de una organización de Científicos Cristianos creciente y enérgica. Si no se realiza este trabajo sanador, no hay base sobre la cual organizar una iglesia de la Ciencia Cristiana. Si no hay "señales que la siguen", esto es suficiente evidencia de que no hay nada presente más que la letra de la Ciencia Cristiana, "el cuerpo muerto... sin pulso, frío, inanimado" (Ciencia y Salud, pág. 113). ”Pero”, dicen estas buenas personas ”¿qué podemos hacer? No somos practicistas". Estamos casi tentados a responder: "Entonces no son Científicos Cristianos. 'Por sus frutos los conoceréis' ". No sería más incoherente que un hombre dijera: "Soy matemático, pero no sé hacer una suma", que otro dijera: "Soy Científico Cristiano, pero no puedo sanar a los enfermos".
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