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Sana de neumonía

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 4 de mayo de 2020


En diciembre de 2008, pasé las fiestas con mi familia en África del Sur. Poco después de regresar a mi casa en el Reino Unido, enfermé de lo que parecía ser un fuerte resfrío.

He sido Científica Cristiana toda mi vida, y mis curaciones han sido por medio de la oración únicamente. Pero esta vez, en lugar de orar y recurrir a Dios para sentirme mejor, me concentré en el trabajo que estaba pendiente desde las fiestas. Trabajaba muchas horas, a pesar de sentirme mal. Mi salud se deterioró rápidamente. Tenía una tos persistente; no podía dormir, me sentía débil y desalentada. 

Me mantengo siempre en contacto con mi familia en África del Sur, y ellos se preocuparon. Mi hermana en particular tenía mucho miedo y me instó a que buscara atención médica, algo que finalmente estuve de acuerdo en hacer.

El doctor a quien visité pidió que me sacaran radiografías, las cuales indicaron que tenía un grave caso de neumonía. El especialista al que me envió insistió en que me quedara para recibir tratamiento con urgencia. Le agradecí por todo lo que había hecho, pero le dije que quería irme a casa. Yo había hecho lo que mi familia quería que hiciera, pero en ese momento tuve la certeza de que todas las cosas eran posibles por medio de una total confianza en Dios (véase Marcos 10:27). Con renuencia, él estuvo de acuerdo en dejarme ir, y me dio su teléfono particular para que lo llamara si en algún momento me sentía peor. Le agradecí por todo su cuidado y preocupación, pero yo sabía que quería poner toda mi confianza en el amoroso cuidado de Dios.

Volví en el coche a casa y llamé a un practicista de la Ciencia Cristiana, quien estuvo de acuerdo en orar por mí de inmediato. También llamé a una enfermera de la Ciencia Cristiana, quien vino por tres días para ayudarme. Además de cuidar de mis necesidades prácticas, ella con mucha calma me leía la Lección Bíblica de la Ciencia Cristiana, ya que me resultaba difícil respirar y hablar. También sentí el maravilloso amor que mis amigos me expresaban.

El practicista y yo orábamos juntos todos los días, reconociendo mi perfección espiritual. Él señaló que yo no necesitaba esperar a que se produjera la curación. Y empecé a comprender que el cuadro de enfermedad no era mi identidad, la cual yo sabía que era enteramente espiritual, hecha a imagen de Dios (véase Génesis 1:27).

Pensé que un Dios amoroso no podía causar sufrimiento de ningún tipo, y esta frase de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras me confirmó esa verdad: “Dios está en todas partes, y nada fuera de Él está presente ni tiene poder” (pág. 473). Me pregunté: ¿Cómo podía la creación de Dios caer fuera de Su amoroso cuidado? ¿Cómo podía yo, Su imagen y semejanza, estar abandonada en la frialdad de la mortalidad, sometida a la ley médica, cuando Su ley inmortal del amor está en todas partes? 

Mientras continuaba recibiendo ayuda por medio de la oración del practicista, mi respiración se volvió menos fatigosa, la fiebre gradualmente disminuyó y pude dormir mejor. Sin embargo, estaba impaciente por sanar completamente. Una noche, aunque estaba cansada, me vino la idea de leer una vez más la Lección Bíblica semanal sobre el tema “Amor”, en lugar de irme a la cama.

Aunque ya había leído dos veces esta lección, mientras la estudiaba nuevamente fue como si la estuviera leyendo por primera vez. Las páginas de la Biblia y Ciencia y Salud parecían haberse iluminado. Leí: “No temas, porque yo estoy contigo” (Isaías 41:10), y sentí que se disolvía el temor. Y de Ciencia y Salud leí lo siguiente: “La profundidad, la anchura, la altura, el poder, la majestad y la gloria del Amor infinito llenan todo el espacio. ¡Eso basta!” (pág. 520). Fue como si hubiera sido escrito para mí. Me sentí completamente rodeada por el amor de Dios. Luego, al leer otro pasaje, vislumbré su significado como nunca antes: “Jesús contemplaba en la Ciencia al hombre perfecto, que a él se le hacía aparente donde el hombre mortal y pecador se hace aparente a los mortales. En este hombre perfecto el Salvador veía la semejanza misma de Dios, y esta perspectiva correcta del hombre sanaba a los enfermos” (págs. 476-477). Comencé a verme como Dios me veía: espiritual, perfecta, intacta.

En ese momento, supe que había sanado. Llena de inspiración y profunda gratitud a Dios, continué orando. Estaba convencida de que no había nada aparte de Dios y Su bondad perfecta, y que, por ser Su reflejo, esta perfección se aplicaba a mí en ese mismo momento. Sentí que estaba probando que “los enfermos no se sanan meramente declarando que no hay enfermedad, sino sabiendo que no la hay” (Ciencia y Salud, pág. 477).

Entonces, como si me hubieran quitado una capa pesada de los hombros, el temor y todos sus síntomas desaparecieron. Mi respiración se normalizó, la tos incesante simplemente se detuvo, y por primera vez dormí toda la noche. A la mañana siguiente, cuando le agradecí al practicista, me di cuenta de que había también recuperado mi voz normal. Y no hubo secuelas.

Esta curación —prueba incuestionable del cuidado de Dios— ha sido permanente, y una inspiración para mi familia y mis amigos.

Angela Wallace
Londres, Inglaterra

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