Probablemente tenderíamos a estar de acuerdo en que un regalo, para ser realmente un regalo, tiene que darse gratuitamente. Sin condiciones, como dice el refrán. En el momento en que algo se da con cualquier otro motivo que no sea la pura alegría de dar, se convierte en otra cosa. El deleite de poder expresar tangiblemente el amor que sientes puede ser tanto un regalo para el que lo da como lo es para el que lo recibe.
Pero ¿qué pasa con la otra cara de la moneda? ¿Importa cómo recibimos lo que se da libremente? ¿Has notado alguna vez que los regalos más preciados son aquellos a los que nosotros, como receptores, les hemos atribuido cierto significado? Algún recuerdo, alguna experiencia compartida, algún aspecto conmovedor del regalo le da el valor que tiene para nosotros. Es obvio que no se trata simplemente del regalo, sino más bien de si reconocemos o estamos agradecidos por el amor que lo motivó.
En la Biblia hay un ejemplo realmente significativo acerca de esto. Es la historia de un encuentro que tuvo Jesús con diez personas que sufrían de lepra, enfermedad que se consideraba altamente infecciosa e incurable. A fin de dar sentido a este relato, primero tenemos que comprender que Jesús mismo fue el máximo regalo generosamente dado. Cuando la Biblia dice: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito”, no se le agregó ningún calificativo renuente al regalo. Debido a que “De tal manera amó Dios al mundo”, Él dio gratuitamente a Su Hijo “para que el mundo sea salvo por él” (Juan 3:16, 17). Este efecto de la curación y salvación divinas era el Cristo, y dondequiera que Jesús aparecía, este don del poder de Dios se sentía en cada palabra y acción del Salvador.
Así que, cuando sanó a los diez leprosos, esto no se efectuó sobre la base de cuál de ellos humanamente lo merecía o si el don del amor de Dios tenía suficiente vitalidad como para llegar a todos. Todos fueron sanados porque la naturaleza del poder del Cristo es que se da gratuitamente. Pero aquí es donde la cuestión se pone interesante. El Evangelio de Lucas nos dice que sólo “uno de ellos, viendo que había sido sanado, volvió, glorificando a Dios a gran voz, y se postró rostro en tierra a sus pies, dándole gracias” (17:15, 16). Solo uno de ellos estaba lo suficientemente despierto como para discernir la profundidad del bien —del Dios que amó de tal manera al mundo— que respaldaba el regalo visible de la curación que había recibido.
Es tentador enfurecerse con esos otros nueve por ser tan obtusos. Pero ¿cuánto de lo bueno en nuestras propias vidas pasa desapercibido o se da por sentado? La Ciencia Cristiana nos enseña a comprender que el bien que tenemos, sin importar cómo llegue allí, es de Dios. La hermosa puesta de sol, el delicioso maíz de verano, la inteligencia para realizar el trabajo que tenemos por hacer, la fortaleza para enfrentar el día con alegría, son todos dones otorgados por el Amor ilimitado, Dios. Al igual que los leprosos, puede ser tentador perderse el 90 por ciento de estos regalos porque nuestro mundo está muy enfocado en lo comercial.
Cuánto bien se da y cómo lo recibimos importa. Un músico puede vender entradas para un concierto, pero la música debe interpretarse con el espíritu de dar libremente o no tendrá luz ni conmoverá el corazón. Y los oyentes no pueden recibirlo simplemente como algo por lo que pagaron. Deben escuchar con gratitud, o serán sordos a la profundidad de la música, a su capacidad espiritual para emocionarlos.
A veces la gente se pregunta por qué se cobra por los tratamientos mentales mediante la oración que dan los practicistas de la Ciencia Cristiana. Los practicistas, al esforzarse por seguir los pasos de Jesús, esperan dedicar sus vidas, no solo sus horas de trabajo, al ministerio de la curación mediante el Cristo. Este trabajo coloca en estos practicistas autónomos demandas morales y espirituales que solo pueden satisfacerse a través de una dedicación “total” a su vocación. Por lo tanto, si bien cobran una tarifa razonable por sus servicios, reconocen plenamente que el espíritu de su trabajo entra firmemente dentro de la categoría de lo que se da “gratuitamente”. Dan tratamiento porque han sentido el amor de Dios en sus propias vidas, y comprenden claramente que la curación es el regalo del Cristo.
En última instancia, aquellos que reciben las bendiciones del tratamiento metafísico deben decidir si van a valorar el amor que fluye de una vida dedicada a la curación, y la fuente divina de ese amor, o adoptar el enfoque comercial de los nueve leprosos que no se dieron cuenta de lo que habían recibido. Por esta razón es que, al establecer la función del practicista de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy dejó en claro que estos sanadores necesitaban estar sumamente dedicados a su trabajo, y que el paciente que pagaba tenía más posibilidades de ser sanado que aquel que no valoraba el tratamiento (véase Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 300).
En su llamado a sus seguidores a sanar a los enfermos, Jesús estableció la norma: “¡Den tan gratuitamente como han recibido!” (Mateo 10:8, NTV).
Scott Preller
Miembro de la Junta Directiva de la Ciencia Cristiana