La parte norte de Galilea es una región muy fértil y frondosa, rica en vida silvestre, como lo era en épocas bíblicas. Imagino a los discípulos de Jesús sentados sobre la hierba cerca del Mar de Galilea escuchando a su Maestro, y mirarse sorprendidos al escucharlo decir: "Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia". Al ver la cara incrédula de sus discípulos, escucho a Jesús afirmar: "De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará..." Y luego, tranquilizarlos al prometerles: "El Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho". (Juan, Caps. 10 y 14)
¡Qué extrañas pueden parecerles a algunos todas esas promesas! Porque, incluso su exhortación a que hagamos el bien y ayudemos a nuestro prójimo, es, en realidad, también una promesa. La promesa de que cada vez que sanemos, limpiemos, resucitemos a la gente o echemos fuera demonios, habrá más abundancia de bien en nuestra vida.
Quizás, como los discípulos, nos preguntemos cómo vamos a hacer todo eso; quién nos va a enseñar a hacerlo. El Maestro nos prometió un Consolador que según él, se quedaría con nosotros para siempre. Y ese Consolador, la Ciencia divina, se manifestó finalmente en nuestra era en la forma de un libro, Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, revelado a una mujer, Mary Baker Eddy, quien dedicó toda su vida a ayudar a los demás.
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