Una noche, en una reunión de testimonios de los miércoles, en la iglesia de la Ciencia Cristiana de la que soy miembro, una señora relató que en una ocasión estaba asistiendo a un show acompañada de su sobrino, y notó que le faltaba la billetera. Como vio que el joven se estaba divirtiendo mucho, no quiso interrumpir su alegría y decidió buscar la billetera cuando terminara el show. Ella se tranquilizó orando con algunas ideas sobre la presencia constante del bien y de la armonía divina. Cuando terminó el espectáculo, regresó a los lugares donde había estado durante el concierto, y un empleado del teatro, quien había encontrado la billetera, se la devolvió.
Al escuchar ese testimonio, un señor, que también es miembro de mi iglesia y había perdido su billetera unos días antes, sintió renovadas sus esperanzas. Se mantuvo firme en oración, reconociendo que la honradez y el deseo de ayudar al prójimo son cualidades inherentes a todos los hombres, mujeres y niños. Al día siguiente, recibió una llamada telefónica avisándole que alguien había entregado su billetera en el hospital militar, pues había en ella un documento que lo identificaba como militar. De esa forma, ese señor recuperó la billetera con todos los documentos. El miércoles siguiente, él también contó la prueba que había tenido del cuidado de Dios, en la reunión de testimonios de mi iglesia.
Después de escuchar esos testimonios, me quedé pensando en cómo la oración anula eficazmente las premisas falsas que tienden a justificar las pérdidas y los asaltos.
Entonces, reflexioné acerca de la creación del hombre. El segundo capítulo del Génesis describe la creación del hombre como material, y en el tercer capítulo, vemos que la armonía del hombre es quebrantada por un acto de desobediencia, que resulta en la expulsión del Edén y en la maldición que recae sobre él: “...maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida... Con el sudor de tu rostro comerás el pan” (Génesis 3:17, 19).
Para mí, en eso se basa el concepto tan generalmente aceptado de que el trabajo tiene que ser inevitablemente penoso y deplorable, y rara vez brinda recompensa y sustento. Esto da lugar a la creencia de que alguien puede omitir la parte del trabajo que envuelve “sudor” y esfuerzo, y tratar de apropiarse del “pan” de otro. Yo siento que esa es la premisa en la que se basan los hurtos, robos de mayor cuantía, y todas las formas de obtener beneficios en detrimento del prójimo. Pero, ¿cómo podemos refutar esa premisa? ¿Qué debemos hacer para protegernos?
Podemos anular la premisa de que estamos condenados a trabajar sin obtener ningún progreso, cuando comprendemos el primer capítulo del Génesis, el cual presenta la base científica de la creación espiritual del hombre y el universo. En ese capítulo, leemos que Dios creó al hombre a Su imagen y le dio dominio sobre toda la tierra. En Génesis 1:29, Dios dice: “He aquí que os he dado toda planta que da semilla, que está sobre toda la tierra, y todo árbol en que hay fruto y que da semilla; os serán para comer”. Siento que ese versículo muestra que Dios creó todo lo necesario para el sustento continuo, abundante y armonioso del hombre.
Reconocer que la creación de Dios es espiritual y perfecta, es nuestra mejor protección.
El Creador considera que la creación, que es espiritual, armoniosa y eterna, es muy buena, y es la única creación verdadera. Esa es la base de la oración que identifica al hombre no como imperfecto, deshonesto y desprovisto, sino perfecto, recto y constantemente abastecido. Reconocer que la creación de Dios es espiritual y perfecta, es nuestra mejor protección.
También pensé en dos de los Diez Mandamientos: “No hurtarás” y “No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo” (Éxodo 20:15, 17). Estos mandamientos dejan bien claro que, no solo el acto de apropiarse de lo que no nos pertenece, sino incluso el deseo de tener lo que pertenece al prójimo, no está de acuerdo con la guía divina.
Al reflexionar un poco más sobre estas ideas, percibí que es fácil obedecer esos dos mandamientos cuando seguimos el primer mandamiento: “No tendrás dioses ajenos delante de mí (Éxodo 20:3). Reconocer un solo Dios, y ser fiel a Él, incluye admitir Su omnipotencia, omnipresencia y omnisciencia; incluye reconocer y confiar en que Dios es el Amor infinito, la fuente de todo el bien, y que de esa fuente manan naturalmente bendiciones infinitas para Sus hijos. Cuando entendemos eso, nos damos cuenta de que no precisamos sacarle a otra persona o desear lo que pertenece al prójimo. En Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy escribe: “El Amor divino siempre ha respondido y siempre responderá a toda necesidad humana” (pág. 494). Ella no dice que el Amor divino satisfará las necesidades humanas solamente de forma esporádica o por medio de un trabajo penoso o pesado, sino siempre, es decir, de manera incondicional y permanente.
La oración que reconoce la perfección y armonía de la creación de Dios y Su amor por todos Sus hijos, nos protege y puede también proteger a nuestro prójimo.
El Amor divino provee de igual manera y con abundancia a todos.
Cierto día, iba caminando cerca de casa, y me detuve en una calle para esperar la luz del semáforo. Entonces vi que dos jóvenes estaban moviendo el candado de una bicicleta agarrada a un poste. Me pareció que no les pertenecía y que querían robarla. Mentalmente, corrigí ese pensamiento orando para comprender que el Amor divino responde a todas las necesidades de los hijos de Dios, y que aquellos jóvenes tenían derecho a disfrutar de la infinita provisión divina. El Amor divino no necesita quitarle a un hijo para darle a otro, sino que provee de igual manera y con abundancia a todos.
Cuando cambió la luz, empecé a cruzar la calle y un señor, que también estaba presenciando la escena, me sonrió y comentó: “Están ansiosos de robar la bicicleta”. Le sonreí, pero no le respondí. Continué reconociendo que la verdad espiritual acerca del hombre creado por Dios es más poderosa que cualquier opinión humana opuesta, y continué mi camino. Vi que los chicos ya no trataban de llevarse la bicicleta y se fueron. Horas después, al regresar por el mismo camino, comprobé que la bicicleta seguía allí, y me sentí muy feliz, pues, percibí que la oración, que anula la sugestión de que el hombre pueda perder algo o causar prejuicio a sus semejantes, nos protege a nosotros y ayuda a proteger al prójimo.
Estoy muy agradecida por poder apoyarme en lo que aprendo mediante el estudio de la Ciencia Cristiana, y comprobar que en la creación divina “...todo lo que bendice a uno bendice a todos...” (Ciencia y Salud, pág. 206).