En sus Escritos Misceláneos, bajo el título “Amor”, Mary Baker Eddy dice: “¡Qué palabra ésta! Con asombro reverente me inclino ante ella. ¡Sobre cuántos miles de mundos tiene alcance y es soberana! Aquello que no se deriva de cosa alguna, lo incomparable, el Todo infinito del bien, el Dios único, es Amor” (págs. 249, 250).
Para el sentido humano, el Amor es un milagro. Para sí mismo, el Amor es esencialmente natural. Es divino: perfecto, completo en sí mismo, eterno, invariable, incapaz de discordancia, frustración, variación o inestabilidad.
El Amor es incorpóreo, libre de condición física y sentido personal. Es supremo, pues permanece solo y como Uno en su gloria y majestad. Es infinito, ilimitado, inmensurable, sin trabas. El amor revela la naturaleza y la esencia de Dios, de ahí su poder, su presencia, su poder intuitivo. El Amor no deriva de nada sino de sí mismo; desenvuelve su objeto dentro de sí mismo como su propia evidencia inmediata, porque el Amor lo incluye todo, lo abraza todo. Es incomparable porque no tiene ni par ni competidor ni rival, “el Dios único, es Amor”. De ahí, la pureza del Amor, la fortaleza del Amor, la alegría del Amor. El Amor no depende de nada sino de sí mismo, no conoce nada sino a sí mismo, no cree en nada sino en sí mismo, no es nada sino sí mismo. Ama porque es Amor. No hay nada fuera del Amor, no hay límite alguno. El Amor no tiene gustos y aversiones. No tiene favoritos; es simplemente Uno.
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