Skip to main content Skip to search Skip to header Skip to footer
Original Web

El desaliento

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 6 de marzo de 2015

Publicado originalmente en el Christian Science Sentinel del 17 de enero de 1914.


Leemos que en una ocasión, Moisés se sintió desalentado. A pesar de las innumerables pruebas que había tenido del poder de Dios para salvar, aun ante lo que pareció ser un desastre abrumador, había llegado a sentirse tan apesadumbrado que ansiaba morir. Lo que ocurría era que los hijos de Israel una vez más se estaban quejando; estaban cansados, al parecer, de comer maná. El recuerdo de “los puerros, las cebollas y los ajos” de Egipto los hacía sentir muy descontentos, y clamaban: “Nuestra alma se seca; pues nada sino este maná ven nuestros ojos… Y oyó Moisés al pueblo, que lloraba por sus familias cada uno a la puerta de su tienda” (Números 11:5, 10).

Esta no era la primera vez que se rebelaban. Una y otra vez le habían reprochado amargamente a su leal líder por haberlos apartado de sus capataces egipcios, tan solo para dejarlos morir en el desierto; y una y otra vez sus reproches se habían convertido en canciones de regocijo, cuando la emergencia del momento había sido atendida y superada. Pero en esta ocasión, la voz de sus lamentaciones parecía haber penetrado la consciencia de Moisés y lo había llenado de tal desaliento, que solo podía clamar por su miseria: “¿De dónde conseguiré yo carne para dar a todo este pueblo?… yo te ruego que me des muerte,… y que yo no vea mi mal (Números 11:13, 15).

Uno de los conferenciantes de la Ciencia Cristiana ha calificado con mucho acierto al desaliento, como “la herramienta más útil del diablo”, ya que este pequeño implemento a menudo puede hacer su entrada cuando todo lo demás ha fracasado. Un hombre desalentado no está mentalmente preparado para pensar con claridad. Mientras se mantiene quieto, en un estado de impotente apatía, una horda de pensamientos equivocados, que él no puede percibir, entran apresuradamente por la puerta de su consciencia que la sensación mortal de descontento ha abierto. Esto fue lo que ocurrió con Moisés, y esto puede que ocurra con algunos de nosotros. Si uno que parece estar luchando con una sensación similar de depresión mental estudiara este incidente como lo relata el capítulo once de Números, tal vez obtenga cierta iluminación sobre su propio problema; puesto que la fase de pensamiento por la cual está atravesando es muy probable que sea aquella que atacó a Moisés; la mente mortal ha cambiado muy poco sus métodos, desde el día que escuchó las quejumbrosas sugestiones de que algo le faltaba para que su felicidad fuera completa.

En primer lugar, si analizamos un poco la situación, vemos que Moisés estaba trabajando afanosamente bajo una percepción sumamente exagerada de su propia responsabilidad personal. Este es por lo general el caso con el hombre que se siente desalentado. Se ha olvidado de que la batalla no es de él, sino de Dios. Piensa que está haciendo algo y que lo está haciendo solo. “¿De dónde conseguiré yo carne para dar a todo este pueblo?”, preguntó Moisés, “Porque lloran a mí, diciendo: Danos carne que comamos”. No es de sorprender que se sintiera desalentado. Moisés estaba acudiendo a sí mismo, no a Dios. Sus siguientes palabras, por ende, no van a sorprendernos: “No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía” (versículos 13 y 14).

Muchos mortales trabajan hoy afanosamente por el camino de la vida, bajo la misma impresión. Piensan que acarrean una carga con su propia y limitada fuerza humana, y se lamentan por ello. Pero después de un tiempo recordarán que el gobierno pertenece a la idea Cristo, no al sentido humano. La carga no nos pertenece a nosotros de ninguna manera, sino a Dios, y no necesitamos llevarla ni un momento más que lo que nos toma comprender este simple pero maravilloso hecho. ¿Acaso Moisés liberó a los hijos de Israel de la mano de Faraón por su propia sabiduría? ¿Fue por él que el mar Rojo se dividió, que agua salió a borbotones de la roca, que la amargura de las aguas de Mara fue endulzada para la sedienta multitud? (Éxodo 16:23). ¿Había Moisés provisto el maná, o instruido a la columna de nubes de día y de fuego de noche cuándo y dónde detenerse? En síntesis, ¿era acaso Moisés quien estaba guiando a los israelitas a la tierra prometida, o era Dios?

Nosotros, por supuesto, tenemos una responsabilidad, pero la misma consiste simplemente en mantenernos tan cerca de Dios que siempre sabremos qué hacer. Cuando hacemos esto, hallamos sin sombra de dudas que “el Amor inspira, ilumina, designa y va adelante en el camino” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 454). Cuando vivimos cerca de Dios y aprendemos a distinguir claramente entre la voz de la Verdad y las intimaciones del error, no cometemos errores. Dios está hablando todo el tiempo y Su sabiduría es suficiente para enfrentar cualquier emergencia. Nuestra única responsabilidad es escuchar y obedecer.

A través de la puerta abierta por el desaliento a veces incluso se desliza otro enemigo contra la paz y la felicidad, que se llama autocondena. En efecto, este aliado está tan cerca del desaliento que prácticamente entran juntos. El hombre desalentado con frecuencia gasta mucho tiempo bueno y valioso comparándose con alguien más para su propia desventaja, pensando en los fracasos del pasado, exagerando los errores pasados. Amargamente se condena a sí mismo porque no ha logrado todo lo que se había propuesto, y mira con sentimientos no libres de envidia, al hombre de enfrente de su casa que parece haber logrado más. Shakespeare fue muy sabio cuando escribió: “Las comparaciones son odiosas”. ¿Por qué habremos de compararnos con otros, cuando nuestra verdadera necesidad es esforzarnos cada día por alcanzar y acercarnos más, de una vez por todas, a la norma de perfección que Cristo Jesús ha establecido para nosotros?

Incluso Jesús no condenó a nadie; solo le dijo a la mujer que había pecado: “Vete, y no peques más” (Juan 8:11). La condenación propia nunca lleva a nadie a ninguna parte. Simplemente lo mantiene quieto, aparentemente arraigado al lugar donde su acopio de errores pasados levanta sus horribles cabecitas como persistentes malezas. Estas viven solo en tanto que las contemplemos, y es sabio, por lo tanto, aquel que deja sus deprimentes contemplaciones y, después de haber enmendado todos los errores que pudo, resuelve con la fortaleza del Cristo, la Verdad, jamás repetir la ofensa, y continúa avanzando. Siempre tenemos el día de hoy en el cual hacer mejor las cosas; agradezcamos a Dios por eso.

Muy pronto descubrimos, que expresar gratitud a Dios es una de las formas más eficaces de vencer el desaliento, puesto que no existe estado mental más tremendamente destructivo para el desaliento, que la gratitud. Cuando un hombre que anhela que le vaya mejor en la vida, está agradecido a Dios por los beneficios que ya ha recibido, el desaliento ni siquiera se toma el trabajo de ascender los escalones de su casa mental y mirar por la ventana. ¡Y cuánto tenemos todos por lo cual estar agradecidos! En los Estados Unidos, una vez al año, se reserva un día especial en el que la gente se reúne en sus Iglesias y da gracias al Dador de todo el bien. Aunque para el Científico Cristiano cada día del año es un día para dar gracias, le encanta unirse con sus congéneres para expresar audiblemente su regocijo, para contar acerca del pilar de nubes de día y de fuego de noche que continúa guiándolo fuera de las tinieblas de las creencias materiales, a la tierra de la luz y la libertad. Moisés no habría orado para morir si hubiese recordado los cuarenta días y noches que pasó en el Monte Sinaí, cuando la gloria de la presencia de Dios lo rodeó de tal manera, que cuando regresó nuevamente a ver a su pueblo, tuvo que cubrirse la cara con un velo. Él no estaba pensando en Moisés en aquel entonces. Según nos cuentan, no sabía que su cara resplandecía.

Como Moisés, hay quienes hoy han tenido sus cuarenta días y noches en el monte. Ellos también han visto algo de la gloria divina como la percibieron al tener una demostración, y por mucho tiempo después la maravilla de la misma permaneció en sus rostros, trayéndoles un resplandor que no era terrenal, y que en aquel entonces les pareció que jamás podrían olvidar. Por lo tanto, que todo corazón incrédulo tenga valor. Que cada uno de nosotros empiece a pensar en nuestras bendiciones, la más grande de las cuales es este pensamiento más grandioso acerca de Dios, y Su tierno amor que todo lo envuelve. Sintámonos contentos que tenemos algo para dar, aunque sea esto tan simple, resguardar la verdad de la Ciencia divina, que ha enriquecido de tal manera nuestras propias vidas. Sintámonos felices de que siempre hay oportunidades para hablar de ella, y tantos corazones a la expectativa que ansían recibirla. Estemos gozosos de que podemos unirnos en la gran canción de la cosecha de acción de gracias, aunque todavía no hayamos visto la completa solución a todos nuestros propios pequeños problemas.

Y a medida que pensamos en estas cosas, estas cosas que son verdaderas, justas, puras y amables, y de buen nombre, como las describe el apóstol (véase Filipenses 4:8), elevaremos nuestros ojos con tanta alegría y espontaneidad, como una flor levanta su cabeza hacia el sol; porque en las alas de la gratitud nos ha venido, incluso a nosotros, aquella visión del monte. Dios ha sido realmente bueno con nosotros, y ¿no podemos acaso confiar en Él para siempre? A medida que nuestros rostros resplandezcan nuevamente con la dulzura de la memoria de la bondad divina, toda carga de desaliento silenciosamente irá desapareciendo de nuestros hombros, y nos sentiremos felices y libres.

Para explorar más contenido similar a este, lo invitamos a registrarse para recibir notificaciones semanales del Heraldo. Recibirá artículos, grabaciones de audio y anuncios directamente por WhatsApp o correo electrónico. 

Registrarse

Más artículos en la web

La misión del Heraldo

 “... para proclamar la actividad y disponibilidad universales de la Verdad...”

                                                                                                          Mary Baker Eddy

Saber más acerca del Heraldo y su misión.