Al igual que todos los cristianos, yo oro con el Padre Nuestro que nos dio Cristo Jesús. En esta oración, oramos “Santificado sea Tu nombre” (Mateo 6:9). Comprender con toda claridad lo que esto significa ha sido para mí una fuente de inspiración. Cuando oramos “Santificado sea Tu nombre”, reconocemos la santidad de Dios, el ser divino. En Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, la autora nos da en la página 16 el sentido espiritual del Padre Nuestro de la siguiente manera: “Santificado sea Tu nombre. Único adorable”. Al adorar o alabar al único Dios, es decir, al Uno divino, percibimos la unicidad de Dios, quien es también Vida. Por tanto, solo hay una Vida, y el hombre es inseparable de esta Vida, por ser su reflejo perfecto. Solo hay una expresión de esta Vida divina única. Además, cuando oramos “Santificado sea Tu nombre”, también nos damos cuenta de que todo lo que Dios creó, es decir el hombre y el universo, es santo como Dios Mismo es santo.
La clara visión que tenía Jesús de la santidad del hombre, le dio la capacidad para demostrar al Cristo, la idea completa de Dios.
En realidad, Jesús veía la santidad del nombre de Dios en todas partes, en todo momento, porque veía la santidad e integridad de Dios expresaba en cada individuo.
Encontramos numerosos ejemplos de este hecho en el Nuevo Testamento. Respecto a Zaqueo, Jesús no vio a un pecador mortal, sino la expresión del ser santo, completo y perfecto de Dios. De modo que Zaqueo fue transformado, devolvió lo que había robado y se volvió un hombre honrado (véase Lucas 19:1-10). En cuanto a la mujer sorprendida en adulterio, Jesús no vio a una mortal inmoral, sino a la santa, pura y perfecta hija de Dios. Así fue como esta mujer fue redimida (véase Juan 8:1-11). Jesús no veía nada incompleto o imperfecto en el hombre. Él siempre percibió la idea completa creada por Dios. Esta clara visión de la santidad del hombre le dio la capacidad de demostrar al Cristo, la idea completa de Dios. Entonces, reverenciamos el nombre de Dios cuando vemos al hombre como Su reflejo. Al ver la santidad del hombre, percibimos la santidad de Dios. Y aprendí que es importante también, percibirnos a nosotros mismos como santos.
El Salmista declara: “Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras; estoy maravillado, y mi alma lo sabe muy bien” (139:14). “Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre” (103:1). ¿Estamos conscientes de que nosotros, así como nuestro prójimo, somos una obra maravillosa, a pesar de lo que digan los sentidos materiales?
Así es como me esfuerzo por reconocer la santidad del nombre de Dios y, por esa misma razón, mi propia identidad. Cada mañana, antes de levantarme, oro para llenar mi “pasaporte espiritual” de la siguiente manera:
Apellido: Hijo de Dios.
Nombre del individuo: La imagen, semejanza, reflejo y manifestación de Dios.
Lugar y fecha de nacimiento: Yo nunca nací en la materia, y no tengo ninguna edad. Me identifico con el hombre creado por Dios como lo describe Ciencia y Salud: “En la Ciencia el hombre es linaje del Espíritu. Lo bello, lo bueno y lo puro constituyen su ascendencia. Su origen no está, como el de los mortales, en el instinto bruto, ni pasa él por condiciones materiales antes de alcanzar la inteligencia. El Espíritu es su fuente primitiva y última del ser; Dios es su Padre, y la Vida es la ley de su ser” (pág. 63).
Residencia permanente: El cielo, el “reino del Espíritu” (Ciencia y Salud, pág. 587)
Una sola y única actividad a cada momento: expresar las cualidades divinas.
Ciudadanía: celestial.
Cuando nos identificamos a nosotros mismos o cuando identificamos a nuestro prójimo como un mortal imperfecto, no estamos engrandeciendo el nombre de Dios.
Tuve una experiencia que me abrió los ojos a la necesidad de reconocer siempre la naturaleza de Dios reflejada por el hombre.
Un día, recibí una notificación para asistir a una reunión en la escuela de mi hija menor. Fui con ella, y nos reunimos con todos los maestros. Su maestro empezó a hablar y describió un cuadro muy poco atractivo de mi hija, acusándola de todo tipo de defectos. Yo estaba orando y sustituyendo cada error mencionado con una cualidad espiritual, y tratando de orar: “Santificado sea Tu nombre” para todas las personas que estaban presentes; es decir, para ver su verdadera naturaleza espiritual como reflejo de Dios.
Yo estaba orando y sustituyendo cada defecto mencionado con una cualidad espiritual.
El maestro concluyó que, dadas sus bajas calificaciones en las materias consideradas esenciales para el corriente año escolar, mi hija tendría que bajar de grado. De inmediato rechacé esto, verbal y mentalmente. Pedí que me dieran tres meses más. Entonces, yo aceptaría su decisión. Al principio, los maestros se negaron porque pensaban que era imposible, incluso demasiado tarde, para que mi hija revirtiera la situación. Sin embargo, insistí, y ellos finalmente aceptaron.
Como mi hija estaba asistiendo a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, decidimos juntos estar más conscientes, a través de la oración, de su identidad espiritual. Todos los días, durante estos tres meses, su madre, su hermana, y yo decidimos ver a esta niña en la plenitud de su ser real. Afirmamos en nuestras oraciones que su verdadera naturaleza como hija de Dios expresaba conocimiento, inteligencia, comprensión, precisión, orden…
Tres meses después, me notificaron que debía asistir a una reunión en la escuela de mi hija. Su maestro me dijo que en los 15 años que llevaba enseñando nunca había vista una transformación tan rápida. Dijo que era como si hubiera tenido una estudiante diferente en su aula. Ella era ahora la alumna más destacada de su clase.
Cuando afirmamos en nuestras oraciones “Santificado sea Tu nombre” no solo afirmamos la santidad de Dios, sino también la del hombre, Su reflejo. Rechazamos la aparente caída o aspecto contaminado del hombre como pecador o enfermo. Admitimos que su naturaleza original no es carnal, pecadora o material, sino por siempre espiritual, armoniosa, inmortal, incorpórea, perfecta, completa, santa e inseparable del Dios único.