“Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese”. Estas palabras no fueron expresadas por un potentado que regresaba triunfante de una conquista, sino por un hombre que estaba a punto de ser crucificado por su bondad. No fueron manifestadas en una época donde reinaba la paz en todo el mundo civilizado, sino cuando la crueldad, la injusticia, la persecución, la agresión y la maldad acechaban la tierra. Esta notable declaración fue hecha en un país donde los odios raciales permeaban las doctrinas religiosas, las acciones políticas y los decretos gubernamentales. Fueron expresadas por uno “despreciado y desechado entre los hombres”. No obstante, dichas palabras han vivido en los corazones de los hombres a lo largo de todas las épocas que siguieron desde entonces. Fueron dichas a la sombra de una cruz, pero cumplidas en la resurrección de Cristo Jesús.
Poco antes que judíos y romanos, políticos y soldados, sacerdotes y la plebe, se unieran para tratar de destruir la vida temporal de este hombre justo, él había declarado que tenía poder para dar vida eterna a todos los que Dios le había dado. Cuando la carnalidad alardeaba que terminaría con su misión, destruiría su existencia y le robaría toda su sagrada fama, Jesús supo que él era glorificado por el poder que era el Amor universal, eterno y primordial. Él no pidió la gloria del mundo, sino la gloria de “antes que el mundo fuese” (Juan 17:5). ¿Podría acaso la fuerza física impedir la respuesta a este pedido? ¿Podría el odio humano echarlo fuera de la presencia de su Padre? ¿Podría el mundo interponerse entre la Vida eterna y su manifestación que la Vida misma protege?
El hecho de que Jesús haya orado de esta notable manera, indica que él sabía que allí mismo la Vida mantenía al hombre en el punto exacto de la perfección. Estaba declarando que la divinidad en ese momento estaba haciendo que los hechos de la Vida eterna se manifestaran en el hombre, que es por siempre el hijo espiritual de Dios, y estaba trayendo esta verdad a la consciencia humana. Estaba virtualmente repitiendo su declaración: “Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo” (Juan 3:12). Ningún poder podía mantener al hombre que estaba en los cielos, fuera de los cielos.
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