En cierta época hubo un hombre que se negó, terminantemente, a dejarse desalentar. En sus asuntos humanos todo le salía mal. Sufría un percance tras otro, lo que parecía ser muy injusto y sin que fuera su culpa; pero sucediera lo que sucediera, siempre mantenía su serenidad. De hecho, era tal su manera de hacerle frente a cada aparente adversidad, que lograba convertirla en una bendición, no sólo para sí mismo, sino también para todos aquellos que conocía. Este joven hebreo llamado José, vivió hace mucho tiempo y es evidente que poseía una fe inquebrantable en el triunfo final de la justicia. De ahí que la mano poderosa del Amor lo sacara de su ocupación como pastor de ovejas de su padre, para transformarlo en el hombre de mayor influencia para bien en el que era, en aquella época, el reino más poderoso del mundo. Por más difíciles que se tornaran las condiciones, él no expresaba queja alguna. Por más desesperada que pareciera la situación, su valor no decaía. Sencillamente confiaba en Dios y hacía lo mejor que podía.
Esta es una historia hermosa y de profundo interés para el Científico Cristiano de hoy, pues ilustra cómo toda circunstancia adversa, si se la contempla correctamente, puede transformarse en una nueva oportunidad para probar la verdad de la declaración bíblica que dice: “Sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien”.Romanos 8:28. ¿Acaso no lo echaron sus hermanos, llenos de envidia y de celos, en un pozo en el desierto? No obstante, todo resultó para bien, ya que de inmediato fue vendido a unos mercaderes y llevado a Egipto, acontecimiento que había de acercarlo aún más a la gran obra de su vida. Si bien es cierto que allí sólo era un esclavo, eso no lo desalentó. Todo seguía desarrollándose para el bien, y él continuó cumpliendo tranquilamente con su deber, de la mejor manera posible. La repentina transición de un hogar sencillo en la tierra de Canaán a la casa de Potifar, el acaudalado egipcio, no lo confundió ni lo privó de su serenidad. Cumplió con los deberes que le habían asignado en la casa de su amo, impasible ante el hecho de que era un cautivo en tierra extraña, y sin dejarse influenciar por el excesivo materialismo que lo rodeaba.
Esa misma fidelidad de propósito, esa misma integridad de pensamiento y de conducta que habían despertado el odio y la envidia de sus hermanos, enfureció una vez más a la mente carnal, y el mal impersonal halló un nuevo medio por el cual esperaba lograr la ruina de este hombre. Lo acusaron falsamente y fue encarcelado. Sin embargo, no hay evidencia de que se haya dejado dominar por la conmiseración y justificación propias, por el resentimiento ni por la amarga condenación. Tenemos entendido que tampoco desperdició su valioso tiempo lamentándose por su suerte. Seguía creyendo en su Dios y en el hecho de que todas las cosas continuaban ayudándolo para bien. ¿Acaso parecía al sentido humano que José había perdido su capacidad de ser útil, o lo habían privado de su trabajo? Por cierto que no. Es indudable que le habían quitado la tarea que había estado haciendo, pero eso sólo significaba que había de comenzar otra. Si bien ya no podía realizar las grandes cosas que con tanta lealtad y tan bien había hecho para su señor, aun podía hacer pequeñas cosas para sus compañeros de prisión, y hacerlas con la misma lealtad y tan bien como las otras. Quizás ya había aprendido que no es la magnitud o la importancia de lo que se hace lo que cuenta, sino el espíritu con que se realiza.
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