¿Se supone que debemos amarnos a nosotros mismos? La mayoría estaría de acuerdo en que eso es esencial para tener una vida feliz y exitosa. “Ámate a ti mismo” es una exhortación popular.
Pero ¿está esto en conflicto con la exigencia cristiana de ser humildes y abnegados? Después de todo, Cristo Jesús dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lucas 9:23). Al pensar en qué significa amarse a uno mismo, obtuve una perspectiva espiritual al explorar la siguiente pregunta acerca de la identidad: ¿Qué amo exactamente como mí misma?
Vernos a nosotros mismos básicamente como un cuerpo físico con una personalidad humana no es la percepción correcta del hombre. Esta perspectiva surge de la creencia de que somos tanto espirituales como materiales, y, por lo tanto, estamos sujetos a las limitaciones y los defectos de la personalidad. Esta identidad falsa es susceptible a los extremos de tener una baja autoestima abrumadora, o bien un ego enorme, que puede llevarnos a tomar decisiones erradas que tal vez sean dañinas para uno mismo o los demás.
La Ciencia Cristiana explica que este concepto falso acerca del hombre debe, y puede, ser rechazado. La realidad es que cada uno de nosotros fue creado enteramente espiritual, y debemos rechazar el concepto falso a fin de reconocer el verdadero: nuestra identidad espiritual buena y pura en Dios, el Espíritu divino. Jesús comprendía su identidad espiritual como el Hijo de Dios. Al demostrar su identidad espiritual a través de su humanidad, Jesús nos mostró cómo podemos probar nuestro dominio sobre el concepto errado de la personalidad material y expresar nuestra verdadera individualidad espiritual.
Jesús fue el hombre más humilde que anduvo sobre el planeta, no obstante, nunca perdió de vista su verdadero valor y propósito espirituales. La Ciencia del Cristianismo está basada en su ejemplo, y nos demuestra cómo ver el valor espiritual de nosotros mismos y el de los demás como él lo hizo. Reconocer y reclamar nuestra identidad espiritual, y amarla, nos da confianza, alegría y humildad. Nos capacita para progresar en nuestra comprensión de Dios como nuestra fuente espiritual, para esforzarnos y expresar totalmente nuestro potencial, y para resistirnos a albergar pensamientos sombríos de condenación propia, de dudas sobre uno mismo y de egoísmo.
Cuando estaba en el primer año de la universidad, luchaba con un odio muy profundo hacia mí misma. Por lo general, no estaba deprimida, pero tenía períodos en que me venían pensamientos tan tétricos que no podía salir de la casa en la mañana. También estaba aferrada a algunas relaciones destructivas y mis condiciones de vida a veces parecían inseguras.
Había estado asistiendo de vez en cuando a la Escuela Dominical de la Iglesia de Cristo, Científico, cerca de mi facultad, y me comprometí aun más con ella después de que un amigo me comentó que notaba que yo siempre estaba más feliz después de haber ido a la iglesia.
Un domingo por la mañana, mi maestra de la Escuela Dominical me dijo: “Tienes que amarte a ti misma”. No recuerdo el contexto en el que mantuvimos esa conversación, pero esa declaración se quedó conmigo y me conmovió hasta hacerme despertar. Consideré todo lo que había aprendido en la Escuela Dominical desde que era pequeña acerca de mi identidad como hija de Dios, creada perfecta a Su imagen y semejanza.
El primer capítulo del Génesis en la Biblia explica que Dios hizo al hombre (a todos nosotros) a imagen y semejanza de Sí Mismo. La Ciencia Cristiana saca a la luz el hecho de que, como somos creados a semejanza de Dios, quien es Amor y absolutamente bueno, todo lo que es verdad acerca de nosotros es espiritual, bueno y adorable. Nuestra verdadera identidad está definida por las cualidades espirituales que encontramos en Dios, a quien reflejamos; cualidades tales como amor, inteligencia, fortaleza y bondad.
Comencé a ver el error tan grande de albergar pensamientos de odio hacia uno mismo, puesto que yo era verdaderamente la hija amada de mi Padre-Madre Dios y merecía el mismo respeto y bondad que cualquier otra persona merece. Me sorprendió darme cuenta de que había estado amando a otros generosamente con un amor que me había negado a mí misma.
Puesto que nuestra verdadera individualidad está creada a imagen y semejanza de Dios, merecemos ser amados. Y cuando comprendemos esto, vemos que obedecer lo que Cristo Jesús identificó como “el primero y grande mandamiento” —“amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón”— es inseparable de obedecer lo que él señaló como el segundo gran mandamiento, de amar a nuestro prójimo como nos amamos a nosotros mismos, como ideas espirituales que reflejan toda la bondad de Dios (véase Mateo 22:35–39).
La siguiente vez que los pensamientos de auto-condenación me tentaron, pude rechazarlos de inmediato y aferrarme a mi confianza en que Dios me amaba y yo merecía ser amada. Ahora comprendía claramente mi identidad espiritual como el reflejo perfecto de Dios, y ningún pensamiento deprimente podría hacer flaquear este conocimiento que había alcanzado. Como resultado, sentí una paz interior más firme, y la calidad de mi trabajo en los cursos universitarios que estaba tomando, y mi asistencia a ellos, mejoraron también. En los meses siguientes, pude abandonar las relaciones destructivas y obtener condiciones de vida más seguras.
Mary Baker Eddy escribe: “La renuncia a todo lo que constituye el llamado hombre material, y el reconocimiento y realización de su identidad espiritual como hijo de Dios, es la Ciencia que abre las compuertas mismas del cielo; de donde fluye el bien por todos los cauces del ser, limpiando a los mortales de toda impureza, destruyendo todo sufrimiento, y demostrando la imagen y semejanza verdaderas” (Escritos Misceláneos 1883–1896, pág. 185).
Jesús renunció al concepto material del hombre por medio de la humildad que incluía una confianza inquebrantable en el amor y el propósito que Dios tenía para él. Esto lo capacitó para abandonar todo aquello que podría llamarse identidad material. La verdadera identidad de Jesús como el Cristo, o la idea divina de Dios, probó ser inmortal cuando él se elevó por encima de la sentencia de muerte y demostró plena y definitivamente que la vida del hombre no es material, sino espiritual. La comprensión espiritual de la experiencia que tuvo Jesús en la cruz y en su resurrección nos da el valor de abandonar nuestro apego al sentido material de nosotros mismos, y esforzarnos por asimilar más de nuestra identidad espiritual y eterna a semejanza del Cristo, creada y preservada por Dios.
Para mí, el antídoto para la aversión tan extrema contra mí misma fue reconocer mi identidad como la preciosa hija de Dios, y darme a mí misma el respeto debido a quienes Le pertenecen a Dios. Podemos hacerlo sin ningún sentimiento de superioridad. De hecho, este tipo de amor por nuestra verdadera identidad no tiene nada que ver con la personalidad humana, y todo que ver con admitir humildemente que el Amor divino ilimitado es la fuente de nuestro ser. Este amor está totalmente desprovisto de egoísmo, autocompasión, autocondenación y voluntad propia, y nos libera para expresar la alegría y libertad ilimitadas de nuestra herencia divina como hijos de Dios.
La Sra. Eddy nos alienta en su libro Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “En paciente obediencia a un Dios paciente, laboremos por disolver con el solvente universal del Amor el adamante del error —la voluntad propia, la justificación propia y el amor propio— que lucha contra la espiritualidad y es la ley del pecado y la muerte” (pág. 242). El amor propio que debemos disolver es el egoísmo que se basa en ese falso concepto de uno mismo como material y separado de Dios, el bien. Es la tendencia a ponernos por encima o antes que los demás, lo cual es el opuesto de la humildad.
La verdadera humildad significa ser capaz de reconocer que Dios es la fuente de nuestra identidad, y es la fuente desde la cual fluye nuestra obediencia a los dos mandamientos más grandes. Se encuentra a través de una búsqueda diligente de Dios, se expresa mediante una devoción leal a los hechos espirituales de la existencia y nos bendice a todos con el amor puro de Dios y el hombre. La humildad nos pone bajo la protección del Divino, la defensa más poderosa contra la depresión y el amor propio y egoísta.
Desde aquella lección en la universidad, he continuado abrazando a toda la humanidad en este amor espiritual. Esto me ha permitido ver más claramente que todas las personas merecen ser amadas, y también son capaces de amar, sin importar quiénes son. Sé, con gratitud, que estoy eternamente protegida de pensamientos de odio y faltos de amor acerca de mí misma o de alguien más, por medio de este sentido espiritualmente verdadero de la identidad.