Hace varios años, durante lo que muchas personas llaman la “temporada de frío y gripe”, tuve síntomas de un resfriado agresivo. Esto era inusual para mí. Normalmente me mantengo saludable recurriendo a Dios, a través de una comprensión de la Ciencia Cristiana, afirmando que mi Hacedor no creó la enfermedad, por lo que las dolencias no son Su voluntad para la humanidad; por lo tanto, ni yo ni nadie más puede sufrir de ellas. Dios es Amor, y todo lo que Él da a Sus hijos debe expresar Su tierna benevolencia. Con esta comprensión, fue natural para mí confiar en que no podía tener ni contraer nada que Dios no me estuviera dando.
Una fuerte protesta en oración a este respecto normalmente hacía desaparecer casi de inmediato cualquier sugestión de enfermedad que estuviera enfrentando. En Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy afirma: “Erradica la imagen de la enfermedad del pensamiento perturbado antes que haya tomado forma tangible en el pensamiento consciente, alias el cuerpo, y evitas el desarrollo de la enfermedad” (pág. 400). Esto indica que es la “imagen de la enfermedad” la que debe ser expulsada del pensamiento, no una condición de enfermedad que necesita ser eliminada de un cuerpo físico. La enfermedad es un pensamiento equivocado, el cual se erradica al permitir que los pensamientos de Dios llenen nuestra consciencia con la luz de la Verdad. Sin embargo, esta vez no me sentía bien en absoluto. Parecía como si la enfermedad de alguna manera hubiera “entrado”, y ahora la estaba padeciendo.
Como estudiante de la Ciencia Cristiana, tenía la firme convicción de que nunca había vivido, ni siquiera por un momento, fuera del “lugar secreto del Altísimo” o fuera de “la sombra del Omnipotente”. Por lo tanto, nunca había estado expuesta al contagio. Confiaba plenamente en la promesa del salmista de que “no te vendrá ningún mal, ni ninguna plaga tocará tu morada” (Salmos 91:1, 10, KJV). Sabía que no podía separarme ni siquiera temporalmente del amor y la protección de Dios, y también sabía que podía recurrir a Él en oración.
A lo largo de los años, con humildad y escuchando pacientemente, he descubierto que las respuestas de Dios siempre han satisfecho perfectamente la necesidad del momento. Me di cuenta de que esta era una oportunidad para descubrir algo nuevo acerca de mi Padre y de mí. Me volví hacia Él y oré: “Padre, ¿qué necesito aprender?”.
La respuesta que llegó fue totalmente inesperada. Era una imagen en mi pensamiento de un rebaño de ovejas, después de haber sido esparcidas por un depredador invasor. Recordé haber leído que incluso si un lobo entra en un rebaño, el pastor puede salvar a las ovejas llamándolas desde un sitio elevado. Al oír el sonido de la voz de su pastor gritando: “‘¡Oh! ¡ooh!’ … las ovejas … que antes estaban indefensas y aterrorizadas, al instante se apresuran a unirse con todas sus fuerzas en una masa sólida. La presión es irresistible; el lobo es vencido; …mientras el pastor se para en una roca gritando, ‘¡Oh! ¡ooh!’ ‘No temeré mal alguno: porque tú estarás conmigo’” (William Allen Knight, The Song of our Syrian Guest, pp. 29–30).
Esta imagen de un rebaño unificado derrotando a su enemigo despertó mi pensamiento e iluminó mis oraciones. Razoné que para que cualquier mal, como la enfermedad, entrara en mi pensamiento, debía haber habido una brecha; una división o separación de algún tipo. Ciertamente, en la presencia de Dios, la enfermedad, el pecado y la muerte no tienen ni lugar ni poder ni realidad. “¿No lleno yo los cielos y la tierra? —declara el Señor” (Jeremías 23:24, LBLA). De modo que, así como el rebaño, yo tenía que unirme más estrechamente a mi Pastor, Dios, quien es la Verdad impenetrable, y a Su expresión, el hombre, para sofocar las sugestiones agresivas de síntomas o de sufrimiento.
San Pablo escribe: “Una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús. Así que, todos los que somos perfectos, esto mismo sintamos; y si otra cosa sentís, esto también os lo revelará Dios” (Filipenses 3:13–15). Cerré los ojos, incliné la cabeza y oré por la revelación de Dios. Mientras continuaba escuchando, se pusieron de manifiesto varias brechas en la “valla” de mi comprensión y experiencia, incluso cismas percibidos en la iglesia, la familia, la comunidad e incluso en las relaciones internacionales, a todo lo cual yo simplemente le había seguido la corriente. Empecé a darme cuenta de que aceptar cualquier imagen de una relación quebrantada y discordante también había dejado espacio en mi pensamiento para que entraran otros pensamientos de discordia como la enfermedad.
El hecho espiritual era que yo sabía que era imposible que el mal en cualquier forma entrara en “el lugar secreto del Altísimo”, y que podía demostrar este hecho en mi experiencia. Rápidamente reconocí la necesidad de sellar mediante la oración todas las brechas para detener la aparente invasión de las sugestiones de enfermedad. En otras palabras, ver claramente la creación perfecta, completa y unificada de Dios.
Era obvio que este “proyecto de renovación” espiritual requeriría mucho más que un mero esfuerzo o deseo humanos. Necesitaba volverme a los brazos del Amor divino y universal, Dios. El apóstol Juan afirma: “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor” (1 Juan 4:18). Y la Sra. Eddy escribe: “Un estado de ánimo pacífico y cristiano es un mejor preventivo contra el contagio que un medicamento o cualquier otro posible método curativo; y el ‘perfecto Amor’ que ‘echa fuera el temor’ es una defensa segura” (Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 229).
Oré para ver a toda la familia del hombre como una sola: una con nuestro Padre y una en el amor de nuestro Padre. La verdad espiritual revirtió con humildad y oración las imágenes de conflicto, fricción y división. En las palabras del Reverendo Martin Luther King, Jr.: “Sólo puedo cerrar la brecha en la comunidad quebrantada enfrentando el odio con amor” (“An experiment in love,” Jubilee 6, September 1958). Al aceptar el amor de Dios, empecé a experimentar un cambio de actitud y a dejar de sentirme perturbada por las diversas imágenes de conflicto. También a estar más lista para confiar en que Dios sanaría cada situación.
A medida que fui reparando mediante la oración cada valla fracturada en la consciencia, la paz y la salud física también fueron rápidamente restauradas. Aunque estaba agradecida por la curación física, agradecí mucho más las lecciones espirituales que aprendí. La imagen que Dios me había enviado de la unión del rebaño y la reparación de vallas ha permanecido vívida en mi memoria.
Estoy muy agradecida porque nuestro Padre-Madre Dios nunca deja de revelarnos exactamente lo que necesitamos aprender para ser testigos de la curación. Con la imagen del rebaño, Dios me mostró que el Principio divino, el Amor, sella las brechas, unifica el rebaño, extermina el enemigo y establece el bienestar. Nuestras oraciones colectivas para amarnos unos a otros acabarán extinguiendo todas las creencias invasivas de temor, ira y enfermedad contagiosa.
Esta es la promesa de Dios a Sus hijos: “Haré un pacto de paz con mi pueblo y alejaré de la tierra a los animales peligrosos. ... Ya no serán presa de otras naciones, ni animales salvajes los devorarán. Vivirán seguros y nadie los atemorizará. ... Ustedes son mi rebaño, las ovejas de mi prado. Ustedes son mi pueblo y yo soy su Dios. ¡Yo, el Señor Soberano, he hablado!” (Ezequiel 34:25, 28, 31, NTV).