Mary Baker Eddy, quien descubrió la Ciencia Cristiana, declaró: “El Sermón del Monte es la esencia de esta Ciencia, …” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 271). En otros lugares ella llama al Sermón del Monte el “resumen de la Ciencia (véase Rudimentos de la Ciencia divina, pág. 3).
Hace varios años comencé a leer y meditar sobre este sermón cada semana, generalmente antes o después de la iglesia. Lo leía en una variedad de traducciones de la Biblia, usando con frecuencia un sitio en línea para ver diferentes versiones. Esto me ayudó a obtener nuevos significados de sus conocidos pasajes. Me esforcé por comprenderlo espiritualmente y dejar que sus numerosas lecciones me transformaran.
Justo antes de esto, a fines de 2015, una amiga había disuelto abruptamente nuestra amistad cuando consiguió un nuevo trabajo. Yo había cubierto mi consternación y dolor con capas de autocompasión y justificación propia.
Tiempo después, se me desarrolló una tos profunda y persistente en el pecho. Al principio, me preocupé de que estuviera relacionada con un problema de moho que recientemente habíamos remediado en mi casa. Pero como a lo largo de mi vida he tenido muchas experiencias de curación por medio de la oración en la Ciencia Cristiana —de esguinces, resfriados, gripe, pérdida de audición y muchos otros problemas— no busqué un diagnóstico médico para esta afección. En cambio, comencé a orar por mí misma.
Cada vez que oraba por la tos, surgía el fuerte recuerdo del dolor por la amistad perdida. Y cada vez, lo dejaba de lado con irritación y perplejidad, y luego continuaba mis oraciones sin entusiasmo.
Después de mudarme a Arizona en 2019, la tos todavía me molestaba. Un día me senté de nuevo a escuchar humildemente lo que Dios me estaba diciendo, para poder obtener curación y regeneración. Nuevamente, surgió el amargo recuerdo. Pero esta vez continué escuchando en oración. Ahora que Dios tenía mi atención, inmediatamente me vino un mensaje angelical triple: “Perdónala, ámala con el afecto propio del Cristo y ora por su bienestar con sinceridad y verdad”.
En lugar de regañarme a mí misma por haberme tomado cuatro años para responder con la oración a esos vívidos recuerdos de dolor que había tenido, perdoné de inmediato y sinceramente a mi amiga. La sofocante capa emocional de irritación, dolor y enojo se disolvió. Entonces pude afirmar que amaba a esta querida amiga como una hermana en Cristo. ¡Qué transformación, cuando estuve dispuesta a escuchar! El espíritu del Cristo, embebido a través del estudio regular del Sermón del Monte, había movido mi corazón del ardiente odio al afecto puro.
Ya que ahora estábamos a tres mil doscientos kilómetros de distancia, me preguntaba cómo podía expresar este afecto genuino hacia mi amiga. Recordé la última parte del mensaje angelical: ora por su seguridad y bienestar. Si bien no podía darle un tratamiento en la Ciencia Cristiana sin su permiso, podía saber que el amor de Dios también la estaba abrazando y desbordaba en ella. Podía corregir con todo afecto mi pensamiento acerca de mi amiga, al verla como Dios la ve y revertir los años de resentimiento.
Usando una idea de un querido himno, afirmé que mi querida amiga era vigilada, amada y protegida (Himnario de la Ciencia Cristiana, N° 278). Dios la vigilaba y la guiaba. Reconocí que ambas éramos hijas amadas y amorosas de Dios, y no teníamos el poder ni la inclinación de ofender o sentirnos ofendidas. Me mantuve en oración varios minutos, dejando que esta regeneración, esta renovación del afecto, me empapara.
A los pocos minutos de esta elevación espiritual, la tos disminuyó considerablemente, luego desapareció por completo en un día o dos. En Primera de Juan, se nos asegura que “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios” y que por lo tanto “nos amemos unos a otros” (3:9, 11). Para mí, esto significa que el amor y el perdón incondicionales del Cristo están incorporados en nuestra verdadera naturaleza, la cual, por ser el reflejo de Dios, es espiritual, buena, pura, amorosa, humilde y obediente. Y ninguna circunstancia o naturaleza humana aparentemente obstinada puede impedirnos comprender esta verdad de nuestra inocencia espiritual y demostrarla.
“Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación” (Mateo 5:4), dice Jesús en su tan amado sermón. Durante esos cuatro años, ¿no estaba el gran corazón del Amor divino buscando consolar mi lamentación por una amistad perdida? Cuando finalmente recibí con agrado a los ángeles de Dios que indefectiblemente estaban llamando a la puerta de mi pensamiento, y dejé entrar la luz del Amor, la mansedumbre y la humildad que impregnan el Sermón del Monte, las bendiciones de consuelo, paz y curación me abrazaron. Aunque es posible que nunca vuelva a ver nuevamente a mi amiga, la paz ha sido restaurada en mi corazón y el dolor sanado. Gracias, Dios.
Charlene Anne Miller
Tucson, Arizona, EE.UU.