¡Oh, no! Ahí estaban otra vez. Cuando mis amigas y yo salimos de la cafetería, comenzaron los conocidos insultos detrás de nosotras. A continuación, el grupo de chicas que nos había estado intimidando todo el año nos empujaron con fuerza a un lado. Cuando tropezamos, se rieron y continuaron por el pasillo.
En ese momento, estábamos en octavo grado, y los adultos de nuestra escuela no parecían estar al tanto de las programadas burlas y empujones de ese grupo de chicas. Y en lugar de contarles lo que pasaba, mis amigas y yo lo soportábamos.
Nuestros padres, maestros de la Escuela Dominical y pastores de jóvenes nos aseguraron que estaba bien denunciar estos incidentes. Pero había algo más que también nos animaron a hacer: orar. El tema surgió un día en el almuerzo, y a pesar de alguna mirada de exasperación inicial, mis amigas y yo acordamos que orar era probablemente la mejor solución.
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