Desde que era una niña en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, me habían enseñado que no había nada que temer en ninguna parte, en ningún momento, porque Dios está siempre conmigo. Pensé que había aprendido bien esta lección, y realmente me sentía bastante intrépida ante los desafíos de la vida.
Pero cuando empecé a explorar más detenidamente mi pensamiento, descubrí un clamor de declaraciones que comenzaban con “Tengo miedo”; especialmente en relación con mis hijos a medida que crecían y se volvían más independientes. Por ejemplo, “Tengo miedo de que no estará a salvo”. “Tengo miedo de que no será capaz de ganarse la vida en esa carrera”. “Tengo miedo de que nunca encontrará un trabajo que a ella le guste”. O, “Me gustaría que se estableciera y lograra algo”, lo que en realidad significaba: “Tengo miedo de que no lo hará”.
Curiosamente, no había pensado que esta ansiedad por la vida de mis hijos fuera temor, pero ahora podía ver que era una forma de miedo muy sutil y perniciosa. De hecho, descubrí la preocupación implícita más grande de que cuando no tenía el control personal de una situación, el mal podía hacerse cargo.
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