Un día, en un negocio local, me encontré con un hombre que parecía estar muy ebrio. Como no estaba dispuesto a irse, instintivamente extendí mi mano, invitándolo suavemente a caminar conmigo hacia la puerta.
Mientras salíamos de la mano y nos sentábamos en una pared baja cercana, agradecí en silencio a Dios por el impulso que me había llevado a tratar a este hombre con amabilidad. Su beligerancia se disolvió, dando paso a una franca conversación que fue natural y agradable. Cuando la policía vino a recogerlo, fue con ellos de buena gana y con dignidad. Toda evidencia de embriaguez había desaparecido.
Tal vez lo que sucedió ese día no parezca notable. Pero para mí era innegable que mi pequeño gesto fue más que un acto humano que funcionó. En primer lugar, era bastante tímida con los extraños, no alguien que se acercaba a los demás con facilidad, especialmente en situaciones desagradables. Y este hombre, aunque no daba miedo, parecía sucio y de aspecto tosco.
Ningún esfuerzo humano podría haber ido más allá de esos elementos disuasivos para dirigirse a alguien con bondad fraternal. Sin embargo, yo había estado aprendiendo más sobre el amor de Dios por mí y por todos los demás a través de mi estudio de la Ciencia Cristiana: que Dios es el Amor mismo, la fuente de toda bondad, generosidad y compasión. El acercamiento espontáneo que instantáneamente anuló mi reticencia y su rebeldía debía de haber sido impulsado por Dios. En ese momento, los dos sentimos inequívocamente el amor del Amor y respondimos como un amigo a otro.
A veces somos nosotros los que necesitamos una mano extendida. La tristeza, la ira o la intimidación pueden hacernos sentir que no nos aman y tentarnos a actuar de una manera menos que afectuosa. Y aunque un brazo ocasional alrededor del hombro ayuda, a menudo anhelamos la reconfortante sensación de que tenemos ese afecto y aprobación sin condiciones, todo el tiempo. Este anhelo de sentir amor es realmente el hambre más profunda de conocer a Dios como Amor divino. La Descubridora y Fundadora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy, escribe: “El pobre corazón sufriente necesita su legítimo nutrimento, tal como la paz, la paciencia en las tribulaciones y un inestimable sentido de la bondad del amado Padre” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, págs. 365-366).
Aunque es un término que actualmente ha caído en desuso, el salmista habla sobre la bondad y el amor de Dios más de 20 veces en oraciones como esta: “Hazme oír por la mañana tu misericordia, porque en ti he confiado” (Salmos 143:8). Un himno reconfortante nos asegura que “Dios es bondadoso, amable” (Himnario de la Ciencia Cristiana, N° 76). ¿Podemos familiarizarnos tan bien con el Amor divino como para sentir su amorosa bondad constantemente?
Juan, uno de los escritores del Nuevo Testamento, ofrece una forma de alcanzar esta comprensión: “Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios” (1 Juan 4:7). En cierto sentido, todo acto atento y toda respuesta sincera nos ayuda a sentirnos cerca de Dios, incluso ser uno con Él, e indica nuestro origen divino. No obstante, el Amor inmortal impulsa más que una serie de actos aislados de buena voluntad. Dios nos muestra que el Amor es nuestra sustancia misma y la fuente de nuestra identidad; que somos el resultado directo de Dios, y expresamos Su naturaleza infinitamente cariñosa. Este mensaje nos llega momento a momento a través del poder espiritual conocido como el Cristo.
La Sra. Eddy explica: “El Cristo es la verdadera idea que proclama el bien, el divino mensaje de Dios a los hombres que habla a la consciencia humana” (Ciencia y Salud, pág. 332). El mensaje del Cristo de que el bien es innato en nosotros es reconfortante y convincente. Nos muestra que somos espirituales, el reflejo puro del Amor mismo. El Cristo es la mano extendida del Amor divino, recordándonos nuestra preciosa condición como imagen y semejanza de Dios (véase Génesis 1:27). “Dios es amor”, dice Primera de Juan (4:8). Así que ser semejante a Dios es ser como el Amor. Saber esto es sentirse seguro del cuidado de Dios por nosotros y de nuestra propia naturaleza llena de afecto. Somos capaces de sentirnos amados y actuar con amor porque somos el fruto consciente del Amor.
Cristo Jesús, el hombre que expresó la verdadera idea de Dios, que proclama el bien, sin duda nos mostró cómo es una vida afectuosa. Cada una de sus palabras y actos fue desinteresado y compasivo, incluso cuando necesitaba reprender el error, y resultó en innumerables casos de regeneración y curación. Sin embargo, su misión fue mucho más grande que buenas palabras y obras. Él vivió el amor de Dios —lo enseñó, dependió de él, lo demostró— para iluminar a toda la humanidad, en aquel entonces y ahora. Y predicó las buenas nuevas de que todos podemos conocer este amor.
Las palabras de Jesús “El reino de Dios dentro de vosotros está” (Lucas 17:21, KJV) garantizan que el amor cristiano siempre está disponible para que se lo perciba y sienta. La Sra. Eddy se hace eco de esta promesa: “El propósito del Amor divino es el de resucitar el entendimiento, y el reino de Dios, el reino de la armonía ya dentro de nosotros” (Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 154). La influencia amorosa del Cristo es tan cálida como el abrazo más cercano, más tierna que el acto más abnegado. Manifiesta el Amor en acción, sanando la soledad, la ansiedad, los sentimientos de indignidad, y elevando las buenas intenciones hacia una manera de pensar y una vida inspirada en el Amor.
Este impulso cristiano me rescató nuevamente años después. Un vecino nos acusó de colocar una estructura de juego a través del límite de su propiedad, y exigió acaloradamente que la moviéramos. Mi hijo pequeño y yo estábamos muy dispuestos a hacer lo correcto. Pero costaba mucho trabajo desmontarlo, y no lo hacíamos lo suficientemente rápido como para satisfacer a nuestro vecino.
Las cosas llegaron a un punto crítico cuando lo vimos dirigirse con determinación hacia nuestra puerta principal con la intención de tener una confrontación. Con tan solo unos segundos para prepararme, fue obvio que había una sola opción que debía aceptar como verdadera: la afirmación mortal de la justicia propia por parte de todos, o bien, la convicción espiritual del amor de Dios en acción. Sin dudarlo abrí la puerta y extendí mi mano dándole genuinamente la bienvenida. La fanfarronería y la ira se disolvieron en el acto en armoniosa vecindad, y nos dio un tiempo razonable para completar nuestro trabajo.
¿Qué pasó? No había tenido ningún plan para lidiar con el conflicto, y no podría haber fingido buenos sentimientos simplemente al darle la mano. El gesto representó un cambio de pensamiento a semejanza del Cristo, un compromiso de ver la bondad como la única realidad, a pesar de lo que estaba enfrentando. Con esa convicción, nada podría haberme impedido acercarme con amabilidad. Nada podría haber impedido que mi vecino respondiera a ese acercamiento.
No importa cuáles sean nuestros antecedentes o situación, Dios nos está colmando continuamente de afectuosa bondad. Él está haciendo que cada uno de nosotros amemos y nos sintamos amados, redimiendo cada acción o reacción que no sea amorosa. A medida que sintonicemos nuestros pensamientos con el Cristo, “la verdadera idea, que proclama el bien”, y discernamos espiritualmente la bondad de Dios, que constituye nuestra verdadera individualidad y la de todos, compartiremos y experimentaremos las manos extendidas y los corazones amorosos dondequiera que estemos.