Un día, en un negocio local, me encontré con un hombre que parecía estar muy ebrio. Como no estaba dispuesto a irse, instintivamente extendí mi mano, invitándolo suavemente a caminar conmigo hacia la puerta.
Mientras salíamos de la mano y nos sentábamos en una pared baja cercana, agradecí en silencio a Dios por el impulso que me había llevado a tratar a este hombre con amabilidad. Su beligerancia se disolvió, dando paso a una franca conversación que fue natural y agradable. Cuando la policía vino a recogerlo, fue con ellos de buena gana y con dignidad. Toda evidencia de embriaguez había desaparecido.
Tal vez lo que sucedió ese día no parezca notable. Pero para mí era innegable que mi pequeño gesto fue más que un acto humano que funcionó. En primer lugar, era bastante tímida con los extraños, no alguien que se acercaba a los demás con facilidad, especialmente en situaciones desagradables. Y este hombre, aunque no daba miedo, parecía sucio y de aspecto tosco.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!