En nuestra primera cita, la mujer que más tarde se convirtió en mi esposa, de pronto, me preguntó: “¿Qué piensas de Dios?”. Mi respuesta fue breve: “¡No mucho!”.
Me había criado en una iglesia protestante tradicional, y durante el bachillerato me había desencantado con lo que estaba aprendiendo allí. Más tarde, en la universidad, decidí que cuando terminara la escuela pasaría algún tiempo considerando seriamente mi relación con Dios. Después de hacerlo, llegué a la conclusión de que, si bien los preceptos morales fomentados por mi religión tenían sentido, un Dios que creó y permitía todo el pecado, la enfermedad, la carencia, la infelicidad y la muerte que vemos en nuestra vida diaria, no tenía sentido y no era con quién o con qué necesitaba pasar el tiempo.
Tras mi respuesta, mi futura esposa me explicó que ella era Científica Cristiana y que su religión era muy importante para ella. Tengo que admitir que una relación con alguien que tenía dos hijos adolescentes y un perro y no se acercaba a mi edad no se ajustaba exactamente a mis planes en ese momento. Además, tenía una religión extraña que parecía contradecir mi formación en ingeniería muy orientada a la materia. Pero mientras ella me explicaba que el concepto de la existencia material es una comprensión incorrecta de la creación de un Dios bueno, me sentí lo suficientemente intrigado como para tratar de entender de qué estaba hablando.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!