Se había acostado con la persona equivocada y ahora estaba a punto de morir. Solo un hombre, un extraño para ella, podía salvarla. Pero para hacerlo, tal vez él tendría que violar la ley, arriesgando su propia libertad. El reloj corría. ¿La salvaría?
No, no es el tráiler de una nueva superproducción de verano. Es el resumen de una historia del libro de Juan en la Biblia (véase 8:3-11). Los funcionarios religiosos habían llevado a Cristo Jesús a una mujer que había sido sorprendida en adulterio, diciéndole que debía ser apedreada. Su propósito era atraparlo en una violación de la ley mosaica, que dictaba que los adúlteros debían ser condenados a muerte. Si intentaba salvarla, podrían acusarlo de negarse a obedecer la ley, lo que podría resultar en su arresto o, como mínimo, desacreditar a este hombre cuyas enseñanzas sobre Dios se estaban volviendo muy populares.
Pero Jesús no discutió con ellos acerca de la ley. Les pidió que miraran dentro de sus propios corazones. “El que de vosotros esté sin pecado”, dijo, “sea el primero en arrojar la piedra contra ella”. Ninguno de ellos pudo hacerlo. Se alejaron, dejando que la mujer viviera.
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