La inestabilidad en el mundo no es nueva. Si nos remontamos a los tiempos bíblicos, por ejemplo, durante siglos potencias extranjeras habían gobernado el país de los antepasados de Jesús, y durante su tiempo los romanos lo ocuparon. No obstante, los cuatro Evangelios muestran que el Maestro poseía una paz y una serenidad que enseñaba y compartía con los demás. Él dijo: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27).
¿Qué estaba viendo Jesús que le permitió calmar una tormenta y caminar sobre las olas de un gran lago? ¿Qué sabía que le permitió tranquilizar y fortalecer —y sanar— a quienes lo rodeaban? Una vez comparó sus enseñanzas con una casa que resiste tanto la tormenta como la inundación porque está construida sobre una roca. Y dijo que aquellos que tuvieran incluso un grano de mostaza de fe podían cambiar el mundo.
Jesús reconfortó, fortaleció y sanó a quienes lo rodeaban al saber que Dios, no el mundo, es la fuente del bien permanente. Sus enseñanzas apuntan a la realidad espiritual, la existencia y el universo siempre presentes que son la expresión eterna del único Dios, el Espíritu infinito y del todo bueno. Este universo es completamente independiente de un concepto físico del universo. A medida que nos apartamos de la falsa evidencia de los sentidos físicos, podemos comenzar a captar intuitivamente la naturalidad del bien y la armonía infinitos. A medida que cultivamos una comprensión y confianza en este universo espiritual creado por Dios para manifestarlo, llegamos a ver cada vez más su sustancialidad y tangibilidad.
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