“Sus vidas no son pequeñas, pero las viven de una manera pequeña” (2 Corintios 6:12, Eugene H. Peterson, The Message). Si bien esta fascinante paráfrasis bíblica estaba dirigida a un grupo de cristianos del primer siglo, también podría hablar del tribalismo que domina los ciclos de noticias y las conversaciones comunitarias de hoy en día.
¿Estamos trazando círculos cada vez más pequeños alrededor de nuestros vecinos, viéndolos solo como aquellos que encajan dentro de nuestros intereses, política, demografía o nacionalidades? Si no desafiamos esta pequeñez, minimizaremos el impacto de nuestras oraciones en nuestras propias vidas, así como en el mundo.
En la Ciencia Cristiana, la oración nos abre a la infinitud de Dios y a Su bondad que todo lo incluye; no como algo más allá de este mundo, sino como la realidad espiritual que podemos experimentar aquí y ahora. Sin embargo, la oración no consiste en pedirle a la Divinidad que arregle los problemas humanos. Se trata de reconocer humildemente y de todo corazón la magnitud de lo que Dios es y hace como Amor inmutable y Vida eterna, como Espíritu ilimitado y Mente inconmensurable. A medida que dejamos que nuestras oraciones se infundan de inspiración, comenzamos a comprender que todo lo que parezca limitarnos —ya sea dolor, enfermedad, incapacidad, carencia o vulnerabilidad— no puede existir y no existe dentro de la omnipotencia y omnipresencia de Dios. Debe ceder. Y la curación es el resultado natural.
Pero no podemos solo orar por nosotros mismos o por nuestros propios problemas. Eso es demasiado pequeño. Demasiado limitante. En su libro de texto sobre la curación espiritual, la Descubridora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy, escribe que “la prueba de toda oración” (¡toda oración!) implica amar mejor a nuestro prójimo y dejar de lado el egoísmo (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 9).
Si consentimos en un mundo dividido en “nosotros” y “ellos”, nuestras oraciones se quedan cortas. Nuestro deseo de ver una solución para cualquier cosa que estemos enfrentando también debe reconocer que las verdades espirituales que nos liberan a nosotros se aplican a todos los hijos de Dios, incluso a aquellos cuyos puntos de vista difieren de los nuestros. ¿Amamos a nuestro prójimo lo suficiente como para ver que su verdadera naturaleza es pura y buena, amada y segura?
La inmensidad de las necesidades humanas requiere más de lo que los mejores esfuerzos humanos pueden ofrecer. Pero el poder ilimitado del Cristo, visto en el ministerio intemporal de Jesús, ofrece la curación, restauración y redención tan fundamentales para el mundo de hoy. “Este Cristo, o divinidad del hombre Jesús, era su naturaleza divina, la santidad que lo animaba” (Ciencia y Salud, pág. 26).
Jesús nos enseñó a desafiar el estrecho alcance de nuestra propia perspectiva. Cuando se le preguntó: “¿Y quién es mi prójimo?”, respondió con la parábola del buen samaritano (véase Lucas 10:25-37). En él, replantea la pregunta desde un pequeño sentido de “¿A quién estamos obligados a ayudar?” a un enfoque expansivo de “¿Quién es el prójimo para alguien que tiene una necesidad?” En otras palabras, ¿qué tan grande es nuestro círculo? ¿Refleja el amor inclusivo de Dios por todos?
Este fue un profundo cambio de perspectiva, dado el hecho de que los samaritanos estaban definitivamente en el campo de “ellos” y no en el de “nosotros” del público cercano a Jesús. Pero en la parábola, la compasión y el cuidado del samaritano por el viajero indefenso de otra tribu ilustró la actividad del Cristo: nuestra piedad innata, que nos lleva más allá de la mera bondad humana para vislumbrar más del alcance infinito del Amor divino.
Este es el amor espiritual que es tan necesario en los caminos que estamos recorriendo, ya sea literalmente rumbo al trabajo, o más figurativamente cuando leemos las noticias. ¿Estamos permitiendo que nuestra verdadera naturaleza espiritual anime nuestras vidas cuando pensamos en los demás? ¿Estamos viendo la piedad como el verdadero animador de los que nos rodean? Es este poder divino el que une las divisiones entre “nosotros” y “ellos”, al ofrecer respuestas prácticas y sanadoras.
Esto me sucedió cuando estaba paseando a nuestro perro una fría mañana de invierno. Había estado orando con un profundo sentido de la omnipresencia de Dios cuando se me acercaron dos perros callejeros. Rápidamente levanté a mi cachorro, sosteniéndolo lo más alto que pude por encima del perro callejero grande y agresivo que saltaba contra mí mientras el más pequeño corría entre mis piernas.
No había nadie en este vecindario desconocido. Estaba sola, sin idea de cómo salir con seguridad de esta situación. Cuando una pareja en un automóvil disminuyó la velocidad y luego simplemente siguió adelante mientras yo hacía señas e indicaba mi situación, me sentí un poco como el viajero de la parábola. Pero reafirmé mi oración, declarando que Dios estaba allí como Amor, rodeándonos a todos.
Entonces, desde varias casas de distancia, un hombre en pantalones cortos y descalzo vino corriendo. Le pregunté si eran sus perros. No. Simplemente había visto que yo necesitaba ayuda. Sin ponerse zapatos ni ropa de abrigo, corrió en mi auxilio. Con calma apartó de mí a los dos perros y los sostuvo hasta que nos perdimos de vista.
¡Qué expresión tan genuina del Cristo de parte de este extraño! Algo espiritual lo había llevado a su ventana para ver mi necesidad, lo había impulsado a ser parte de algo más grande que sus propios planes para la mañana y había motivado una generosidad que me ayudó. En ese momento, ambos experimentamos lo que es ser parte del círculo inconmensurablemente vasto del amor de Dios.
A medida que mantengamos nuestras oraciones amplias e inclusivas, veremos más de la naturaleza divina en los demás; a la vuelta de la esquina y en todo el mundo.
Robin Hoagland, Escritora de Editorial Invitada
