En el reino de Dios no existen ni los forasteros, ni los extranjeros, ni los vagabundos errantes. Allí todos están siempre como en sus hogares, como ciudadanos de un reino espiritual inexpugnable, que todo lo abarca.
Mrs. Eddy expresa esta verdad muy hermosamente en “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras.” Ella dice (pág. 254): “Peregrino en la tierra, tu morada es el cielo; extranjero, eres el huésped de Dios.”
El autor de este artículo percibió que ser “el huésped de Dios” es verse rodeado de los brazos por siempre abiertos del Amor, compartir de los recursos inexhaustos de la Mente, embeber de la rica espontaneidad de la Vida, y regocijarse en la sabiduría natural e inherente del Espíritu. Es el reconocimiento de la integridad del Alma, la certeza inerrable de la Verdad. Es estar conscientemente sujeto a la soberanía, gobierno, jurisdicción o ley del Principio divino inalterable.
Ser “el huésped de Dios” es ser uno con Dios en nuestros pensamientos — mantener y practicar la unidad presente del hombre con su Hacedor como el reflejo de Dios. Cristo Jesús practicó constante y persistentemente a través de su carrera terrenal la verdad de su declaración (Juan 10:30): “Yo y el Padre somos uno.”
La unidad del hombre con Dios es un hecho irresistible que ayuda infaliblemente al individuo a disipar la creencia de que es un forastero o un extranjero. En un mundo material aparentemente repleto de barreras, grandes y pequeñas, el hecho científico de la unidad del hombre con Dios puede operar y así lo hace bajo la forma de ley divina que anula la creencia de la enemistad nacional, y desenreda los formalismos necesarios para viajar, para conseguir la ciudadanía, o para el intercambio de dinero.
Un Científico Cristiano que había nacido y crecido en un país asiático deseaba ardientemente estudiar en una universidad en los Estados Unidos. Este sueño dorado parecía haber sido malogrado completamente por la segunda guerra mundial y sus consecuencias. Pero un practicista de la Christian Science ayudó al joven estudiante a percibir que su único ser era por siempre uno con el Padre, que jamás podía ser tocado por las creencias de guerra, nacionalidad, o la limitación de ninguna especie.
Las barreras se desmoronaron ante su consecuente reconocimiento de la unidad del hombre con Dios como un hecho actual, y al Científico Cristiano le fue posible gozar de una rica experiencia en la universidad de su elección. Cuando se estaba preparando para graduarse de la universidad, tuvo que escoger entre una generosa beca para graduados o un puesto de instructor en una universidad. Lo primero no implicaba complicaciones legales. Lo último en vez, debido a su condición de extranjero, requería trámites muy intricados sobre cuyo resultado no se podía estar seguro.
El estudiante escogió lo último comenzando en seguida a hacer frente a los obstáculos legales. Pasaron los meses, pero los obstáculos permanecían iguales. La tentación de mirar hacia atrás y de arrepentirse de lo que aparecía como una decisión imprudente, era por cierto muy fuerte. Mas él percibió que aquí se le presentaba otra oportunidad de aplicar el hecho de la unidad del hombre con Dios a una situación en la cual la nacionalidad humana parecía ser el factor dominante.
Recordó la descripción que Mrs. Eddy da del hombre y que dice en parte: “Es aquello que no tiene mente separada de Dios; es lo que no tiene ni una sola cualidad que no se derive de la Deidad; es aquello que no posee vida, inteligencia ni poder creativo propio, sino que refleja espiritualmente todo lo que pertenece a su Hacedor” (Ciencia y Salud, pág. 475). Percibió que esta descripción se aplicaba a su propio ser verdadero y al de los ciudadanos de todas las naciones incluso la suya. Vió que allí mismo donde parecía estar la creencia en muchas nacionalidades diversas, el hecho científico de la unidad del hombre con Dios estaba ya establecido y que operaba para librarle de las insistentes pretensiones de esta creencia.
Comprendió que la unidad con Dios no significaba una individualidad indistinta o confusa o la absorción del hombre por la Deidad. Por el contrario, quería decir, expresar la individualidad y variedad infinitas del Espíritu. Ni tampoco podía la verdad de la unidad, ser practicada en una instancia y no ser tomada en cuenta en otra.
El estudiante no podía esperar que gozaría de inteligencia infinita para sí mismo, en tanto que identificaba a su prójimo con las limitaciones de una mente separada de Dios. No podía pretender que la ley divina operara a su favor sin percibir que operaba a favor de cada miembro de su comunidad inmediata, de cada funcionario con el cual tenía contacto, de cada oficial público o leader político, ya fuere en Washington, Tokio, Moscú, o cualquier otra capital del mundo. En resumen, él no podía aislarse de su prójimo y al mismo tiempo abrigar esperanzas de obtener la unidad con su Padre.
Y en lo que concernía al argumento que a lo mejor se había equivocado, el estudiante comprendió que su ser verdadero y único nunca había estado separado del Principio divino, que era incapaz de hacer una decisión errónea. De manera que estaba unido con su creador, unido a la inteligencia ilimitada, a la substancia infinita, a la Verdad inexpugnable. No conocía ni el ayer de que arrepentirse ni el mañana de que temer, pues moraba en el presente ininterrumpido de la Vida.
La impaciencia y la sensación frustradora desaparecieron a medida que el estudiante comenzó a acostumbrar su modo de pensar al hecho espiritual de su unidad o unión con Dios. En tanto las apariencias humanas permanecían desalentadoras. Después de meses de correspondencia sin resultados hizo un corto viaje nocturno a otra ciudad para entrevistarse con el funcionario a cargo de su caso.
Durante el viaje el estudiante vió más claramente que nunca que la unidad del hombre significaba también la unidad con el prójimo; que el trabajo de Dios ya estaba concluido y que lo único que él tenía que hacer era servir de testigo a este hecho. La entrevista con el funcionario fue cordial y enteramente amistosa, pero poco fue lo que éste pudo ayudarle. Finalmente le propuso postergar el asunto hasta la una de la tarde.
El estudiante pasó el tiempo de espera en una Sala de Lectura de la Christian Science, afirmando y regocijándose en el hecho actual que ni él, ni el funcionario, ni ninguna otra persona podía responder a otra cosa que a Dios, la Mente única, cuya expresión individual era la de cada uno. Cuando volvió a la oficina del funcionario a la hora estipulada, este le entregó una carta oficial en la cual le otorgaba todo lo que se deseaba.
Por medio de esta experiencia, el estudiante aprendió que la demostración de la unidad del hombre con Dios requiere la práctica constante y la autodisciplina; percibió que no puede ser afirmada en un momento y puesta de lado al siguiente; que las amadas creencias personales deben abandonarse día a día, de modo que pueda traerse a la luz ese ser que satisface enteramente y que a su vez es la individualidad y la ciudadanía de todos los hijos de Dios.
“Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas” (Lucas 15:31). El reconocimiento consecuente de la unidad del hombre con Dios elimina el andar a tientas, los vehementes deseos agitados por la tempestad del corazón humano, y nos proporciona a cada uno los abundantes recursos espirituales que son nuestra herencia inalienable en razón de que somos los hijos de Dios. Así podrá el extranjero infeliz, el vagabundo sin hogar, descubrir que en verdad él es siempre “el huésped de Dios.”
