Un día la que esto escribe, caminaba a lo largo de una playa del océano Pacífico a la hora del crepúsculo. Mientras se regocijaba contemplando el magnífico resplandor que se reflejaba en el mar y el cielo, de pronto quedó impresionada por la estela dorada que sobre la superficie del agua se extendía directamente hacia el sol, que se ocultaba más allá del lejano horizonte. A medida que siguió caminando notó que esta estela no se quedaba atrás, mas continuaba extendiéndose directamente desde donde estaba ella hacia el sol. Se dió cuenta también que lo mismo le ocurriría a todas las personas que desde la playa contemplaran el mar. Esta estela sería para todos la senda dorada, puesto que era la luz del sol reflejada.
No obstante, algunas personas que caminaban a lo largo de la playa se hallaban tan absortas en la conversación y la risa con sus compañeros, que parecían completamente inconscientes de tanta gloria dorada. Otros daban la espalda al mar o se hallaban tan abstraídos en sus propios pensamientos tristes, que ni siquiera levantaban la vista. Para esos ojos que miraban hacia abajo, naturalmente, el camino radiante que llevaba al sol no era visible.
En las riberas del tiempo, se extiende del mismo modo ante cada individuo la senda dorada de la Vida, el camino que guía directamente al cielo de la armonía. La luz radiante de la Verdad le acompaña, esperando revelársele a la comprensión como la unidad eterna de Dios y el hombre, el Amor divino y el reflejo del Amor. La persona sólo tiene que abrir los ojos, es decir, percibir y ver espiritualmente la belleza y el gozo que pertenecen al hombre por ser la imagen y semejanza de Dios, el Alma.
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