Los acontecimientos que estoy a punto de compartir con ustedes ocurrieron cuando yo tenía siete años. Ocurrió la noche antes de Navidad. Mis padres se habían ido a la iglesia a preparar el servicio religioso de Acción de gracias de la Ciencia Cristiana, que nuestra iglesia celebra cada año, el 25 de diciembre. El plan era que yo pasaría la noche con una familia de la Ciencia Cristiana, cuya hija es mi amiga.
Mi amiga y su joven tía vinieron a buscarme para llevarme a su casa. Ellas vivían muy lejos de nosotros. Cuando nos bajamos del autobús, tuvimos que pasar por un mercado lleno de gente que se movía en todas direcciones. Teníamos que caminar en una fila de una sola persona, y zigzaguear a través de la multitud. Yo no conocía el camino para llegar a la casa de mi amiga. Como mi amiga y su tía caminaban rápido, de repente no las vi más enfrente de mí, y poco después, no supe a dónde ir. Estaba perdida. Seguí caminando, buscándolas. Como no las podía encontrar, empecé a llorar. La gente que pasaba hizo un círculo a mi alrededor para ver qué estaba pasando, y yo les expliqué lo que había sucedido. Pero como no sabía muy bien lingala, uno de nuestros idiomas locales, les hablaba en francés. Sin embargo, ellos solo hablaban lingala así que no podían entenderme. Yo comprendía un poco lo que estaban diciendo, pero no podía responderles en su idioma. ¡Se sentían frustrados, y yo también!
Minutos después, me calmé y pensé en Dios, quien está en todas partes, como había aprendido en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana de la Quinta Iglesia de Cristo, Científico, Kinshasa, a la cual asisto regularmente. Ahora sentía que Dios estaba conmigo, y que Él me estaba cuidando. Recordé que en casa solía cantar a menudo con mi mamá el Himno 53, del Himnario de la Ciencia Cristiana, que dice en parte:
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