Me dispongo a salir del estacionamiento de nuestra iglesia, que se encuentra en la parte trasera, cuando observo que hay tres automóviles estacionados obstruyendo la entrada de vehículos, incluso la vereda. Suponiendo que la salida estará libre en cualquier momento, me quedo sentado en el auto, con frío, esperando. Sin embargo, nada ocurre. Toco la bocina con insistencia, pero nadie aparece. Ya es de noche, y estoy apurado. Me siento enojado y no sé qué hacer.
Media hora después, aparecen los dueños de los autos. Nadie se disculpa. Les digo que los voy a denunciar a la policía. No hay reacción alguna. Por el contrario, sonríen, entran en sus autos, y desaparecen. Yo corro para llegar a casa y voy directamente a mi computadora para presentar la denuncia por Internet al departamento de policía de la ciudad de Berlín. No obstante, tras una lucha interna, decido apagar la computadora. Ya no me siento tan seguro de informar a la policía, y quiero entender qué necesito saber acerca de mí mismo y de los otros, para poder tranquilizarme.
Busco el artículo “Sentirse ofendido” de Escritos Misceláneos 1883–1896 (págs. 223–224). Dos ideas me ayudan aquí especialmente: “Castigarnos a nosotros mismos por las faltas de los demás es tontería en grado superlativo”. Y “es nuestro orgullo lo que hace que la crítica ajena nos irrite...” A pesar de leer esto, todavía me siento inquieto, y me duele un poco el pecho. Pero luego decido dejar de lado el asunto y por esta noche, ponerlo todo en manos de Dios, lleno de confianza. Me acuesto, y me duermo.
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