Hace unos años, un grupo de amigos y yo fuimos invitados a la celebración de un casamiento. Inmediatamente después de asistir, cada uno de nosotros recibió una llamada anónima informándonos que habíamos sido envenenados por error. Nosotros no éramos el blanco que habían planeado. En el último momento, se había hecho un cambio en la ubicación de los invitados, y nosotros habíamos ocupado la mesa —e ingerido la comida— destinada para las víctimas. Lamentablemente, el envenenamiento es una práctica común en mi país. Las celebraciones son a veces el lugar donde las familias rivales intentan arreglar hostilidades. La llamada telefónica tenía el propósito de advertirnos para que tomáramos las medidas necesarias para evitar lo peor, puesto que el veneno era lo suficientemente fuerte como para matarnos.
Yo estaba muy asustado. De inmediato, empecé a tener síntomas de envenenamiento muy alarmantes. Mis amigos y mi familia se preocuparon mucho, y algunas personas cercanas me sugirieron que tomara medicinas o fuera al hospital de inmediato.
Yo tenía el derecho divino de ser sano.
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