En uno de sus sermones Jesús dijo a sus discípulos: “No hablaré ya mucho con vosotros; porque viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí” (Juan 14:30). Nada en el mundo podía perturbar a Jesús o hacer que dejara de contemplar al Cristo, la Verdad, que lo animaba. Jesús estaba consciente de Dios como Él es, y de su propia identidad verdadera a semejanza de lo divino. Comprendió que Dios es la Vida eterna, el Ser único que lo incluye todo, sin desavenencia alguna.
No hay nada afuera de Dios que pueda invadirlo. Si hubiera algún elemento de discordia en el Ser infinito, la Vida en última instancia, se consumiría a sí misma. Para ser eterna, la Vida no debe tener ningún elemento de fricción. Este Ser imperturbable es expresado eternamente por cada uno de nosotros, porque el hombre es el reflejo de la Vida infinita y la Mente perfecta.
Entonces, las personas se equivocan cuando creen que tienen rasgos indeseables o la tendencia a preocuparse, y que poco pueden hacer al respecto. ¡Cuán erróneo es aceptar que un hijo de Dios pueda sentirse irritado!
Ni la receptividad a la curación ni el poder para sanar a otros reside en una mentalidad perturbada o irritada. Es en la consciencia que está elevada y en paz donde se siente al Cristo sanador, el poder de Dios. De modo que nuestro objetivo es comprender y manifestar nuestra filiación divina por medio de nuestra tranquilidad inherente, y por ende demostrar nuestra inmunidad a la ansiedad y a la perturbación.
Si ciertas circunstancias o las acciones de otra persona pueden perturbarnos, entonces ¿no está nuestra paz mental en una condición precaria? ¿No es esto también señal de que necesitamos corregir nuestra propia consciencia hasta que toda tendencia a sentirnos molestos sea superada? En realidad, lo único que es alarmante no es la situación en sí, sino nuestra propia percepción de ella.
El hombre de Dios no es perturbado. Entonces, ¿porqué se irrita por las acciones de otro? Por lo general, es el egoísmo, el orgullo o la voluntad propia, alegando que existen en la consciencia de alguien. O puede ser la justificación propia que a veces se escandaliza ante lo que califica como un inmenso error. Cuando la verdad se ha asimilado, uno es gobernado por el sentido espiritual. Entonces la pretensión del error ya ni engaña ni enfada. La mente mortal solo tiene sus propios conceptos errados. Cuando otros parecen pensar erróneamente acerca de nosotros, sabemos que ellos están pensando solo en el concepto equivocado que tienen acerca de nosotros. Por supuesto, eso en realidad nunca nos toca, y mucho menos nos daña. La Mente única imperturbable gobierna todo en armonía y paz. Esta Mente, la Mente de cada individuo, no malinterpreta, sino que ama por siempre a sus propias ideas. Como Jeremías lo expresa: “Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis” (29:11).
Ante un incidente adverso, la mente mortal tiende a exclamar: “¿Qué pasó?” Acepta que la circunstancia angustiosa ocurrió, e intenta asignarle una causa material. La Ciencia Cristiana niega el incidente. Maneja la situación, no como si fuera una experiencia personal, sino como la acción del magnetismo animal tratando de ocultar el bien puro que está siempre presente. Lo que parece ser tan inquietante, no existe en la realidad, puesto que la totalidad de Dios no puede ser invadida. Sólo parece real al pensamiento no iluminado. Esto es rectificado o eliminado, como sea necesario, cuando corregimos nuestra percepción errada del mismo mediante la comprensión de que todo lo que tiene presencia o existencia es bueno.
Debemos manejar de manera científica la sugestión impersonal e inexistente de que somos mortales que cometemos errores. Podemos ver más allá de las maquinaciones del mal, y percibir que la verdadera identidad del hombre jamás expresa ningún tipo de imperfección. De hecho, podemos estar atentos a todo intento del error por engañar e irritar. En nuestro ser verdadero somos receptivos al bien solamente.
El nerviosismo y el sentimentalismo —la tensión, el dolor, el resentimiento, la irritación— son sugestiones del mal que pueden confundir y perturbar. Las personas ponen en peligro su desarrollo espiritual cuando contienden con lo que ellos llaman su naturaleza, sus tendencias emocionales o sus indulgencias. Pelear a favor de ellas es sucumbir al intento del magnetismo animal de retrasar la curación. Las emociones erradas no pueden aferrarse a aquel que comprende al hombre verdadero. No tienen poder con el cual agarrarse a alguien. Pero nosotros tenemos el poder de Dios para mantener nuestro pensamiento en el bien. El ejercicio de esta verdadera tenacidad ayuda a destruir la falsa creencia presente en las tendencias emocionales erradas.
Hoy en día la materia médica afirma que muchas enfermedades son causadas por trastornos nerviosos o emocionales. Sin embargo, la Verdad destruye estas tendencias porque son creencias erradas, y también sana las condiciones corporales discordantes que esos sentimientos perturbados parecen provocar. Uno no debería consentir la errónea suposición de que está mal bloquear las emociones. Incluso la tolerancia momentánea prolonga, jamás elimina, su supuesta existencia. Uno no se vuelve honrado robando, como tampoco puede demostrar tranquilidad sintiéndose irritado. Ni la más mínima irritación se justifica en la Verdad.
La creencia en el nerviosismo y en las emociones inquietantes, proviene de la ignorante suposición de que el hombre está separado de Dios. La falsa creencia afirma que el hombre es un mortal, controlado por nervios materiales. El hecho es que el hombre es espiritual, y es eternamente uno con Dios, el Amor, controlado por Él solamente, y expresa para siempre el control armonioso del Amor que no puede ser invadido. La verdad que nos salva de la creencia en la debilidad, el agotamiento nervioso, la postración nerviosa, la falsa estimulación y las emociones perturbadoras, es que la Mente divina y su idea perfecta, el hombre, no pueden separarse.
La tranquilidad es una perla de gran valor que no debe ser confiscada bajo la presión del testimonio agresivo de los sentidos. Preguntémonos: “¿Hay acaso algo por lo que valga la pena sentirse molesto?” Sentirse alterado es un mal, no sólo porque nos hemos permitido estar molestos, sino porque hemos sucumbido al intento del error de ocultar de nosotros el bien siempre presente. Cuando uno está consciente de la unidad del hombre con el Amor divino, permanece inalterado, sereno y siempre en paz. Expresa la firmeza y la estabilidad del Principio. Su mentalidad ordenada y disciplinada no solo es estable, sino también activa en su fidelidad al bien.
Al escribir acerca del Cristo, que Jesús expresó tan perfectamente, Mary Baker Eddy dice: “Este Cristo, o divinidad del hombre Jesús, era su naturaleza divina, la santidad que lo animaba” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 26). El Cristo está siempre con nosotros familiarizándonos con nuestra radiante identidad espiritual, y nos revela que nuestra indisoluble unicidad, o unidad, con Dios es por siempre satisfactoria y permanente. El reconocimiento de esta unidad nos aparta de la influencia de toda pretensión molesta, y nos permite estar continuamente conscientes de la presencia y el amor de Dios.
Esta consciencia no incluye nada que pueda ser perturbado, puesto que es un reflejo de la Mente imperturbable, la cual es Dios. Para el pensamiento más iluminado estas sanadoras palabras de nuestra Guía resplandecen con un nuevo significado espiritual: “Imperturbada en medio del testimonio discordante de los sentidos materiales, la Ciencia, aún entronizada, está revelando a los mortales el Principio inmutable, armonioso y divino, está revelando la Vida y el universo, siempre presentes y eternos” (Ibíd, pág.306).
