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“Tus años no se acabarán”

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 5 de septiembre de 2014

Publicado originalmente en el Christian Science Sentinel del 1º de enero de 1955.


Los años han sido descritos de forma poética, pero también temible, como grandes bueyes negros que avanzan pisoteando y aplastando todo lo que está en su camino. A través de los siglos, similares conceptos falsos han perturbado a los hombres y han creado el temor al tiempo, el cual aparentemente se manifiesta en enfermedad e incapacidad. No obstante, la acumulación del tiempo, en sí mismo, no tiene poder alguno para contaminar a la humanidad con trastornos degenerativos; es la expectativa y la aceptación que tiene la humanidad de que dichos males puedan ser reales, lo que aparentemente hace que sucedan. Hoy en día, es posible, a través de la revelación de la Ciencia Cristiana, corregir esa manera errada de pensar, al establecer la verdad acerca de la naturaleza y existencia espirituales del hombre, y mantener de esa forma la salud, la actividad y el vigor, a pesar del correr de los años. El tiempo no puede alarmar ni afectar a aquel que entiende cada vez más que la Vida es Dios, el Amor omnipotente y omnipresente. 

Esta religión práctica y demostrable fue descubierta y fundada por Mary Baker Eddy. Ella aprendió, a través del estudio consagrado e inspirado de la Biblia, que las leyes de Dios pueden aplicarse hoy para satisfacer la necesidad humana, así como lo fueron en la época bíblica. Se basan en el Principio divino y, por lo tanto, son inmutables y científicas. Tanto los patriarcas como los profetas, al aceptar de forma radical la omnipotencia de Dios, alcanzaron un grado de longevidad que se consideraría increíble de acuerdo con las normas modernas.

El gran Maestro y Mostrador del camino, Cristo Jesús, logró la demostración completa de la vida inmortal en su resurrección y ascensión por medio de la comprensión de su preexistencia espiritual como el Hijo amado de Dios. Él dijo: “Antes que Abraham fuese, yo soy” (Juan 8:58). Y el reconocimiento de su filiación divina en su declaración: “Yo y el Padre uno somos” (Juan 10:30), llevaba en sí la comprensión de su ser eterno como el reflejo de esa Vida que es Dios, la aceptación de que poseía eternamente todas las cualidades y condiciones de la inmortalidad. Sabía que aceptar la creencia del nacimiento mortal es someterse al aparente castigo de la mortalidad, es decir, la muerte. Puesto que la mortalidad es muerte, repudiar su aparente realidad o identidad es acercarse a la demostración de la vida eterna.

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