Los años han sido descritos de forma poética, pero también temible, como grandes bueyes negros que avanzan pisoteando y aplastando todo lo que está en su camino. A través de los siglos, similares conceptos falsos han perturbado a los hombres y han creado el temor al tiempo, el cual aparentemente se manifiesta en enfermedad e incapacidad. No obstante, la acumulación del tiempo, en sí mismo, no tiene poder alguno para contaminar a la humanidad con trastornos degenerativos; es la expectativa y la aceptación que tiene la humanidad de que dichos males puedan ser reales, lo que aparentemente hace que sucedan. Hoy en día, es posible, a través de la revelación de la Ciencia Cristiana, corregir esa manera errada de pensar, al establecer la verdad acerca de la naturaleza y existencia espirituales del hombre, y mantener de esa forma la salud, la actividad y el vigor, a pesar del correr de los años. El tiempo no puede alarmar ni afectar a aquel que entiende cada vez más que la Vida es Dios, el Amor omnipotente y omnipresente.
Esta religión práctica y demostrable fue descubierta y fundada por Mary Baker Eddy. Ella aprendió, a través del estudio consagrado e inspirado de la Biblia, que las leyes de Dios pueden aplicarse hoy para satisfacer la necesidad humana, así como lo fueron en la época bíblica. Se basan en el Principio divino y, por lo tanto, son inmutables y científicas. Tanto los patriarcas como los profetas, al aceptar de forma radical la omnipotencia de Dios, alcanzaron un grado de longevidad que se consideraría increíble de acuerdo con las normas modernas.
El gran Maestro y Mostrador del camino, Cristo Jesús, logró la demostración completa de la vida inmortal en su resurrección y ascensión por medio de la comprensión de su preexistencia espiritual como el Hijo amado de Dios. Él dijo: “Antes que Abraham fuese, yo soy” (Juan 8:58). Y el reconocimiento de su filiación divina en su declaración: “Yo y el Padre uno somos” (Juan 10:30), llevaba en sí la comprensión de su ser eterno como el reflejo de esa Vida que es Dios, la aceptación de que poseía eternamente todas las cualidades y condiciones de la inmortalidad. Sabía que aceptar la creencia del nacimiento mortal es someterse al aparente castigo de la mortalidad, es decir, la muerte. Puesto que la mortalidad es muerte, repudiar su aparente realidad o identidad es acercarse a la demostración de la vida eterna.
El error principal concerniente al hombre es la creencia de que nació, y que su existencia llegó a aclararse y a establecerse por medio de los canales físicos de la concepción, el desarrollo y el nacimiento. Con qué claridad, y de qué forma tan concluyente expone la Sra. Eddy esta falsedad en el siguiente pasaje de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras (pág. 550): “La continua contemplación de la existencia como material y corporal —como comenzando y finalizando, y con el nacimiento, la decadencia y la disolución como sus etapas componentes— oculta la Vida verdadera y espiritual y hace que nuestro estandarte se arrastre por el polvo. Si la Vida tiene algún punto de partida, entonces el gran YO SOY es un mito. Si la Vida es Dios, como implican las Escrituras, entonces la Vida no es embrionaria, es infinita”. Cuán importante es, pues, que elevemos nuestro concepto de la existencia de la materia al Espíritu, de la corporeidad al Alma, de la creencia a la comprensión. Y qué reconfortante es darse cuenta de que ninguna pretensión de la mente mortal puede interferir con los deseos consagrados y humildes de saber que la Vida es Dios.
La manera falsa de pensar humana ha construido una estructura de limitaciones dentro de las cuales las capacidades, las facultades y los logros son aprisionados. Sin embargo, la manifestación de la Vida infinita no puede medirse, no pueden ponerse límites a la expresión de la Verdad infinita; no hay limitaciones para el reflejo de la Mente infinita.
El escritor del Salmo 102 debe haber captado más de una vislumbre de la divinidad de la Vida, no limitada por la mortalidad, pues contrasta la naturaleza irreal, transitoria de la mortalidad, con la gloria imperecedera e inmutable del infinito, para concluir con el grito triunfal: “Pero tú eres el mismo, y tus años no se acabarán” (versículo 27). Del mismo modo, no puede existir el fin de la vida para el hombre, porque el hombre, creado por Dios a Su semejanza exacta, es tan infinito, tan eterno, como su Hacedor. Para él, la vida no se reparte a través de la renuente medida del tiempo, sino que es la expresión consumadamente natural de la eternidad, el desenvolvimiento glorioso de la existencia.
El hombre, la idea del Espíritu, es un fenómeno espiritual. Su fuente es Dios. Por lo tanto, no tiene encuentro alguno con la oscuridad de la enfermedad, la discapacidad, la muerte, sino siempre con el resplandor de la armonía, la salud, la santidad eternas. Es una emanación de Dios, la Vida. En la proporción en que este gran hecho se desenvuelve y desarrolla en la consciencia humana, las flaquezas de la mortalidad disminuyen hasta desaparecer.
No hay parálisis, ni estancamiento, ni inactividad en la materia. Solo la mente mortal contiene y perpetúa estas falsedades, y las delinea a partir de su propio estado subjetivo, que ha denominado materia. Disociar la inteligencia y la existencia de todas las fases de la mortalidad es liberarse del despotismo mortal y experimentar la claridad de la visión, la lógica de la Verdad, la gloria de la existencia, que pertenecen a todas las ideas de la Mente.
El estudio de la Ciencia Cristiana nos abre los ojos al reconocimiento de la Vida como la única autoridad de la existencia. Por medio de este reconocimiento uno deja de buscar esperanzado la posibilidad futura de tener una vida inmortal, y comienza a regocijarse al saber que ya posee inmortalidad por ser hijo de Dios. El hombre real, el hombre a quien Dios crea, constituye y controla, ya está libre de todo falso concepto de la creación como material. Él es un habitante del reino de la realidad espiritual, y expresa continuamente la naturaleza de su Padre celestial en cualidades tales como alegría, paz, salud, sabiduría, y así sucesivamente.
La Sra. Eddy, ella misma un ejemplo inspirador del poder de la Ciencia divina para preservar la vida y otorgar la salud, tiene esto para decir de la existencia humana (Ciencia y Salud, pág. 246.): “Si no fuera por el error de medir y limitar todo lo que es bueno y bello, el hombre gozaría de más de setenta años y aún mantendría su vigor, lozanía y promesa. El hombre, gobernado por la Mente inmortal, es siempre bello y sublime. Cada año que pasa desarrolla sabiduría, belleza y santidad”.
¡Dejemos entonces de medir y empecemos a disfrutar de la inmortalidad!