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Disuelve el racismo: Vive como los ‘hijos de luz’

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 30 de mayo de 2022


El estudio de la Biblia y la obediencia a sus enseñanzas mediante la práctica de lo que se nos enseña, traen libertad. Esta libertad no es solo para uno mismo, sino para todos. Es una liberación de las leyes materiales que se nos imponen y restringen hasta que son expuestas y se revela que no tienen autoridad, y dejamos de cumplirlas. 

En la Biblia, el apóstol Pablo dice: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Romanos 12:2). The Message de Eugene Peterson interpreta el pasaje de esta manera: “No te adaptes tan bien a tu cultura que te ajustes a ella sin siquiera pensar. En cambio, fija tu atención en Dios. Serás cambiado de adentro hacia afuera. Reconoce fácilmente lo que él quiere de ti y responde rápidamente a ello. A diferencia de la cultura que te rodea, arrastrándote siempre hacia su nivel de inmadurez, Dios saca de ti lo mejor, desarrolla una madurez bien formada en ti”. 

Crecí en un país donde había más de diez culturas diferentes, y hace muchos años el gobierno creía que la mejor manera de avanzar era que estas numerosas culturas y razas se desarrollaran por separado. Llamaron a esto apartheid o “separación”. 

Aunque no estaba de acuerdo con este sistema de gobierno, no fue sino hasta que visité Londres que me di cuenta de cuán sutilmente la creencia en la separación y el desarrollo separado se había infiltrado e influenciado todos los aspectos de mi vida y pensamientos. Como dijo Pablo, me había adaptado tan bien a esta cultura que hacía cosas insensatas sin siquiera darme cuenta de lo que estaba haciendo. 

Recuerdo bien una noche en particular. Estaba nevando y hacía mucho frío en Londres, y cuando oscureció, mi corazón se conmovió por un ingeniero de televisión que acababa de llamar para decir que estaría con nosotros a las seis de la tarde para arreglar el televisor. Me consolé, sabiendo que le daría una buena bebida caliente cuando llegara. Pero cuando abrí la puerta, me sorprendió ver a un ingeniero de televisión negro sonriéndome feliz. Le di la bienvenida, y él como correspondía comenzó a arreglar el televisor. Mis pensamientos se aceleraron. Estaba experimentando un profundo conflicto porque pensé que no podía ofrecerle esa bebida caliente. No tenía una taza para que él usara, porque era negro. 

Hizo un trabajo maravilloso y arregló la televisión. Le di las gracias y le estreché la mano, y desapareció en la noche.

¿Qué acababa de hacer? Me sorprendí a mí misma. ¡Por supuesto que tenía tazas! ¿Qué me había impedido darle de beber a este querido hombre? Al cuestionar mi comportamiento, me di cuenta de que de niña había experimentado el apartheid practicado en todos los aspectos de mi vida, incluso el hecho de que los trabajadores blancos obtenían una bandeja de té con tazas especiales, y los trabajadores negros tenían su propia bandeja con otras tazas especialmente reservadas para ellos. Me sorprendió que, sin siquiera estar consciente de ello, hubiera dejado que esta sutil intrusión del apartheid entrara en mis pensamientos, vida y acciones.

Decidí estar alerta a partir de ese momento a cada pensamiento que tenía sobre mis compatriotas. Me aseguré de estar siempre consciente de que cada uno era el hijo amado de Dios, que es Amor. En esto consistía practicar el nuevo mandamiento que Jesús nos dio. Él dijo: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Juan 13:34). A través de mi estudio de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, he descubierto cómo amar de la manera en que Jesús amó.

Cuando regresé a mi país de origen, practiqué todo lo que consideraba un comportamiento amoroso hacia aquellos con los que entraba en contacto en todos los ámbitos de la vida: en el lugar de trabajo, en el hogar y, lo más importante de todo, en mi pensamiento. Nunca más serví tazas o bandejas separadas. Hay un dicho popular que a menudo se atribuye a Mahatma Gandhi: “Sé el cambio que quieres ver en el mundo”, y eso es lo que hice.

Ya no me sentía víctima del sistema de apartheid, ni me sentía impotente, que no había nada que se pudiera hacer. Sabía que nada podía impedirme expresar amor por Dios y amor por Su creación, el hombre y la mujer, hechos a Su imagen y semejanza, como dice en el primer capítulo del Génesis. Cada vez que conocía gente, identificaba y amaba las cualidades espirituales que expresaban, cualidades tales como bondad, buena disposición e inteligencia. Y de esta manera, comencé a amar a todos los hijos de Dios de la misma manera que Jesús amó: reflejando como Dios, que es Amor, como nos dice la Biblia (véase 1 Juan 4:8), nos ama y ve a cada uno de nosotros. Dios y Su creación son uno: el Amor divino reflejado por la imagen del Amor, el hombre. 

Y comprendí que en las culturas humanas quienes imponían el desarrollo separado eran tan esclavos como aquellos que se consideraban víctimas de este sistema de gobierno. La Sra. Eddy escribe en Ciencia y Salud: “La Ciencia Cristiana alza el estandarte de la libertad y exclama: ‘¡Seguidme! ¡Escapad de la esclavitud de la enfermedad, del pecado y de la muerte!’ Jesús trazó el camino. Ciudadanos del mundo, ¡aceptad la ‘libertad gloriosa de los hijos de Dios’, y sed libres! Este es vuestro derecho divino” (pág. 227). 

Cuán liberador fue para mí saber que en el reino de Dios no hay ni víctimas ni agresores —ni víctimas ni quienes imponen un falso sistema de gobierno— y que cada hombre, mujer y niño es un ciudadano del mundo. Y que podemos amar a cada uno de estos ciudadanos porque todos son hijos de Dios y están bajo Su gobierno, el único gobierno verdadero.

En ese momento mi trabajo incluía conocer a estudiantes universitarios de todo el país. Se habían hecho arreglos para que me reuniera con un grupo de estudiantes negros de su universidad designada. Íbamos a encontrarnos en uno de los municipios. Sin embargo, en la víspera de la reunión, el noticiero informó que habría grandes revueltas y manifestaciones de protesta en los municipios. Se aconsejó a los blancos que no entraran en ningún municipio, ya que sería extremadamente peligroso.

Recurrí en oración a la Biblia en busca de la respuesta y leí en Efesios: “Ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de luz” (5:8). Esta fue mi respuesta. Esta era la creación de Dios, estos eran hijos de Dios, y me encantaba lo que estaba aprendiendo. Me di cuenta de que el color en la materia a menudo parece causar división, pero el color en el Alma, Dios, une a Sus hijos, embelleciendo y trayendo gran alegría y felicidad a cada uno. La creación de Dios refleja la plenitud de la colorida creación del Alma en sus innumerables formas individuales. Mientras pensaba en la idea de que somos hijos de luz, me di cuenta de que no éramos ni blancos ni negros, sino que por ser “hijos de luz” incluíamos todos los colores del Alma: todo el arco iris de cualidades del Alma, de Dios, en infinita variedad de hermosas expresiones.

Sentí que me embargaba una gran paz. Con alegre expectativa, conduje hasta el municipio al día siguiente, y lo único que pude ver fueron hijos de luz. La luz parecía estar dondequiera que iba, ya que solo encontré amor, bondad, belleza y consideración. La reunión con los estudiantes no incluyó barreras en absoluto. No hubo restricción entre nosotros debido al color, ninguna restricción debido a la edad, ninguna restricción causada por ninguna creencia de inferioridad o superioridad, ninguna restricción debido a las diferentes tribus y culturas presentes. Sólo los ciudadanos del mundo estaban presentes, y nosotros estábamos reclamando y expresando nuestro derecho divino, la “libertad de los hijos de Dios”.

Mi cambio de pensamiento y acción me permitió no solo encontrar mi libertad, sentirme amada y ser la amada de Dios, sino también sentir que esta libertad y amor pertenecían naturalmente a todos con quienes entraba en contacto. Esto me fue demostrado cuando una amiga comenzó a hablar conmigo en Tswana, su lengua materna. La miré, confundida. “Oh, lo siento”, dijo. “¡Sigo olvidando que eres blanca!” Juntas estábamos viendo a los hijos de Dios, hijos de luz, y juntas estábamos “[andando] como hijos de luz”. Ambas estábamos conscientes de la creación de Dios, y juntas podíamos hacernos eco del Salmo 139 al decir: “Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras; estoy maravillado, y mi alma lo sabe muy bien” (versículo 14). Éramos uno: uno con nuestra verdadera fuente, nuestro verdadero y único gobernador, Dios y Su única creación. Amábamos a nuestro prójimo como a nosotras mismas y los amábamos como Cristo Jesús nos amaba. Las políticas del gobierno no afectaron nuestra capacidad de amar. ¡Éramos libres!

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