Como ocurre hoy en día, los años del ministerio de Cristo Jesús estuvieron llenos de agitación política y social. Jesús mismo estuvo sujeto a una persecución constante debido a sus enseñanzas y curaciones. Sin embargo, él también nos dio el mejor ejemplo posible de cómo enfrentar los tiempos difíciles y los problemas personales.
Jesús a menudo se refería a Dios como Padre. En una ocasión, en un momento de extrema necesidad, él se encontraba en el jardín de Getsemaní y sabía que estaba a punto de ser juzgado y crucificado; los discípulos a los que les había pedido que velaran con él se habían dormido. Estaba solo. En el Evangelio de Marcos leemos: “Yéndose un poco adelante, se postró en tierra, y oró que si fuese posible, pasase de él aquella hora. Y decía: Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, sino lo que tú” (14:35, 36).
En el contexto de este momento desesperado, el hecho de que Jesús se dirigiera directamente a su divino Padre sugiere todo un mundo de amor y fe plenos de confianza. La oración que dio a sus discípulos y a la humanidad comienza con las palabras “Padre nuestro que estás en los cielos” (Mateo 6:9), y en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy interpreta este versículo de este modo: “Nuestro Padre-Madre Dios, todo-armonioso” (pág. 16). Recientemente, al leer este pasaje me di cuenta de que la visión que Jesús tenía de Dios incluía tanto la fortaleza y protección paternas como el amor y cuidado maternos. Y me recordó una experiencia de mi infancia.
Una cálida tarde de verano, toda la familia estaba en el jardín. Mi hermano y yo estábamos haciendo carreras de bicicletas desde un extremo del jardín hacia la casa, y mi padre estaba cerca, pintando la moldura externa de una ventana. En una de nuestras carreras, perdí el control de los frenos de mi bicicleta, me precipité fuera del césped, caí por unos escalones, y choqué contra el costado de la casa. Mientras yacía desplomada, el grito “¡Papá!” salió de mi boca más rápido que cualquier pensamiento. Pero ni ese grito era siquiera necesario. Papá ya estaba allí, quitando mi bicicleta del camino y llevándome a la casa.
Sabía que mis padres estaban orando por mí, y mi madre cubrió mis heridas y luego cambió los vendajes según fue necesario. La curación de las lesiones tomó un tiempo, pero lo que ha permanecido conmigo desde entonces es mi total confianza en que mi padre estaba allí, y me amaba, y me ayudaría incluso antes de que se lo pidiera. Si podía tener una confianza tan completa en que un padre humano estaría allí para ayudarme, ¿cuánto más deberíamos saber que Dios, nuestro divino Padre-Madre, siempre está aquí para cada uno de nosotros?
A menudo he visto a un padre y a su hija esperando para cruzar la calle, y me encanta ese dulce momento en que la niña toma la mano del padre sin siquiera mirar. En ese instante, la pequeña entiende que necesita ayuda y está completamente segura de que esa ayuda está allí con ella. En el Nuevo Testamento, Jesús deja muy claro la necesidad de que todos nosotros tengamos ese corazón de niño que está listo para recibir el amor y la dirección del Padre: “Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos, y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así que, cualquiera que se humille como este niño, ese es el mayor en el reino de los cielos” (Mateo 18:2-4).
La completa confianza que Jesús tenía es también nuestra como hijos amados de nuestro divino Padre-Madre.
Cuando nuestra hija era muy pequeña, nos dio a mi esposo y a mí una lección de confianza infantil. Se despertó una noche, llorando y con dolor de oído. La llevamos a la cama con nosotros y comenzamos a orar de inmediato. Mi esposo se levantó para llamar a un practicista de la Ciencia Cristiana para recibir tratamiento a través de la oración mientras yo me acurrucaba con nuestra hija. Se me ocurrió preguntarle: “¿Cuál es tu sinónimo favorito de Dios?”. Sin dudarlo, ella respondió: “¡Amor!”. Le dije que también era el mío, y hablamos durante unos minutos sobre lo que tanto amamos del Amor divino. Para cuando mi esposo regresó, ella había dejado de llorar. Lo miró, dijo: “¡Buenas noches!”, y se durmió instantáneamente. Ese fue el final del dolor de oído. El dolor simplemente desapareció cuando reconocimos la omnipresencia de Dios, el Amor.
Al volver a considerar la oración de Jesús en Getsemaní, es importante notar que aunque discernió lo que estaba a punto de enfrentar, no supuso que Dios no existía o que de repente se había vuelto distante e indiferente. Se dirigió a Dios como a su Padre amoroso, como siempre había hecho, consciente de que Dios podía sostenerlo en la dura experiencia que estaba a punto de enfrentar.
Es interesante ver, también, que justo después de la petición de Jesús “Aparta de mí esta copa” viene la comprensión de que enfrentar y superar esta prueba era para la gloria de Dios y el beneficio de la humanidad: “Mas no lo que yo quiero, sino lo que tú”. Jesús sabía que la paz y el triunfo de la resurrección debían reemplazar el drama de la crucifixión, dando a todas las personas la esperanza de sus propias resurrecciones del dolor, la enfermedad y, sí, incluso de la muerte.
Aunque no enfrentaremos las mismas circunstancias que enfrentó Jesús, la lección es atemporal y universal. Gracias a su ejemplo, podemos tener plena confianza en que las experiencias tumultuosas y los tiempos desesperados pueden superarse. Podemos hacerlo porque Jesús nos mostró a través de su propia demostración el camino hacia la victoria.
Lo grandioso es que la plena confianza que Jesús tenía es también nuestra como hijos amados de nuestro divino Padre-Madre. Para nosotros es tan natural como respirar saber que Dios está aquí, que el Amor divino nos ama y ya nos ha dado todo lo que necesitamos.