Cuando estaba en el bachillerato, me rodeaba una cultura que estaba muy dedicada a colocar a las personas en categorías, y la categoría más importante era la raza. Se consideraba un deber moral que todos estuvieran conscientes de su propia raza y trataran de tener en cuenta lo que eso significaba. Me enseñaron que para algunas personas quería decir que estaban condenadas a una vida de lucha y opresión; para otras significaba lidiar con el “hecho” de que eran intrínsecamente prejuiciosas, y que, debido a que ocupaban posiciones de privilegio, se habían beneficiado involuntariamente de los prejuicios de algunos, lo que había resultado en la opresión de otros.
Al tener un origen racialmente mixto, estas reglas culturales me resultaban confusas. En diferentes momentos experimenté ambos lados de esta división, pero yo no parecía encajar perfectamente en ninguna parte. Además, reconocía que todos tienen complejas y variadas experiencias relacionadas con la forma en que se ven, y quería entender y respetar esas experiencias. Sin embargo, como estudiante de la Ciencia Cristiana, tampoco estaba satisfecho con una visión de mí mismo y de los demás que reducía la identidad a las características físicas, y parecía hacerlas más importantes que todo lo demás.
En la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana había aprendido que todos somos creados a la imagen y semejanza de Dios; que Él es infinitamente bondadoso y espiritual, no material; por lo tanto, nuestra verdadera identidad no está en las características corporales, sino en el reflejo de cualidades espirituales infinitamente buenas, tales como la inteligencia, la bondad y la generosidad.
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