Recientemente, mientras hacía una investigación sobre la Pascua, recordé algo que me causaba curiosidad hace muchos años, cuando estudiaba en un seminario en Puerto Rico. Las costumbres en esa isla tienen gran influencia norteamericana, mientras que, en mi país, Colombia, se hace mucho énfasis sobre la Semana Santa, la pasión, la última cena y la crucifixión de Jesús.
En la isla repetían mucho la palabra Easter (Pascua), y noté que se le daba más importancia o relevancia a la resurrección; es decir, a la semana de Pascua. En retrospectiva, esto era una noción del paso gigante que daría de justificar el sufrimiento y la muerte de Jesús, a la celebración de su resurrección, luego de abrazar la bella comprensión en la Ciencia Cristiana de que la Vida es Dios, quien es eterno, y nosotros somos Su reflejo espiritual. Para mí, esta comprensión marcó el comienzo de una Pascua eterna.
La Descubridora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy, una vez dijo algo que desde entonces he hecho mío: “Amo el culto de la Pascua de Resurrección: me habla de Vida, y no de muerte”. Ella agrega: “Hagamos nuestro trabajo; entonces tendremos parte en su resurrección” (Escritos Misceláneos 1883–1896, pág. 180). Este trabajo envuelve tomar la cruz, como hizo Cristo, y predicar el Cristo, la Verdad, así como sanar al enfermo y al pecador, aun en tiempos de persecución.
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