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El ser intachable

Del número de enero de 1959 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


El ser verdadero es ininterrumpido, consciente y espiritual. Su origen es el Ser Divino, el Espíritu infinito, Dios, eterno e inmutablemente perfecto e intachable.

Dios, la Mente divina, está perpetuamente desenvolviendo Sus ideas, y estas perfectas ideas espirituales constituyen el universo y el hombre espirituales. Dios, la Mente, no puede concebir ideas desemejantes a Sí mismo. De modo que el Principio impecable y perfecto de todo ser puede producir sólo una creación sin tacha e irreprochable.

El hombre, la imagen y semejanza espiritual de un Padre perfecto, no incluye cualidad o condición que sea merecedora de reproche, censura o culpa. Es tan imposible identificarle con aquello que es imperfecto o censurable como tratar de hacerlo con Dios, el bien.

Si bien es cierto que la perfecta creación de Dios está por encima de todo reproche, sus supuestos contrarios, el mal y la imperfección, son merecedores de la condenación y el aniquilamiento impersonales. Acerca de este punto Mary Baker Eddy escribe en “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras” (pág. 414) “Recordad que la perfección del hombre es real e intachable, mientras que la imperfección es censurable, irreal, y no es producida por el Amor divino.”

A menos que la imperfección, o sea todo aquello que es desemejante a Dios, sea condenada y contemplada como falta de poder, sus falsas pretensiones de realidad no pueden ser demostradas como la nada. Condonar, ignorar o perdonar al mal, es simplemente fomentarlo. Denunciarlo como irreal en razón de que no fué creado por el Amor divino es destruirlo.

Sin embargo lo que en realidad más necesitamos es aprender que podemos condenar al mal sin condenar a las personas. Mrs. Eddy dice en la página 249 de The First Church of Christ, Scientist, and Miscellany (La Primera Iglesia Científica de Cristo, y Miscelánea): “Podéis condenar al mal en abstracto sin herir a nadie o aun a vuestro propio sentido moral, pero condenad a las personas raramente, o mas bien dicho, jamás.”

El relato bíblico de la mujer acusada de adulterio cuenta que los escribas y los fariseos se la trajeron a Jesús y le preguntaron cómo debía ser castigada. Cuando invitó al que entre ellos estaba sin pecado a que arrojase la primera piedra contra ella, Jesús observó que ninguno de los acusadores aceptó su reto. Luego dijo a la mujer (Juan 8:11): “Ni yo tampoco te condeno; véte; y en adelante no peques más.”

Jesús indudablemente separó de la mujer la pretensión del pecado, percibiendo su nada. Contempló su ser verdadero como el hijo puro e intachable de Dios, que jamás había pecado.

El Apóstol Pablo nos recuerda acerca de nuestra gran oportunidad de seguir el ejemplo de Jesús. El nos dice (Filipenses 2:14, 15): “Haced todas las cosas sin murmuraciones ni contiendas; para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación torcida y perversa, entre quienes resplandecéis, como lumbreras celestiales, en el mundo.” Si deseamos ser irreprensibles y sencillos en nuestra experiencia presente debemos corregir nuestro punto de vista tanto de nosotros mismos como de los demás.

Un estudioso de la Christian Science a quien se le habían hecho insoportables tanto la crítica como las habladurías halló muy efectivo cada vez que se sentía tentado a criticar el declarar instantáneamente: “¡El hombre no es culpable!” Mrs. Eddy escribe (No y Sí, pág. 8): “Debemos esforzarnos por ser pacientes, fieles y caritativos para con todos. A este pequeño esfuerzo agreguemos un privilegio más,— a saber: el silencio, cuando pueda substituir la censura.”

Recordando la inculpabilidad del ser verdadero como la manifestación del Ser Divino infalible, podemos asegurarnos silenciosamente cuando nos sentimos tentados de pensar o hablar mal: “No soy culpable del deseo de juzgar a mi hermano injustamente.”

La autocondenación es igualmente indeseable. Sin duda deberíamos exponer y eliminar los errores en la consciencia humana, mas nunca con la sensación como si pertenecieran a nuestra verdadera identidad. La desestimación propia origina de un concepto falso de uno mismo como mortal, inadecuado e imperfecto. La verdadera estimación propia avalúa correctamente nuestro ser individual como el reflejo de Dios, el Alma.

El hombre que Dios ha creado no está sujeto a la condenación de las leyes materiales falsas o las teorías médicas. No puede ser la víctima de las descripciones de síntomas que llenan de temor. Como reflejo de la Vida, Dios, el hombre no está sujeto a la enfermedad, el dolor y el sufrimiento. Es invariable y permanentemente armonioso, sano, valiente y libre.

En el reino de Dios, el Amor divino, no existe nada que pueda ser condenado, ni el deseo de condenar, ni el temor de la condenación. El Amor infinito no incluye el mal. El odio, los celos y la irresponsabilidad que engendran la crítica no hallan morada en la consciencia iluminada con el resplandor del Amor universal.

Recordemos las palabras de Pablo (Efesios 1:3, 4): “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el cual nos ha bendecido en Cristo con toda suerte de bendiciones espirituales, en las regiones celestiales; según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos e irreprensibles delante de él.”

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