Cuando Abram, respondiendo al mandato de Dios, partió de Carán en la etapa final de su largo viaje a Canaán, halló que esto significaba que debía hacer un viaje de aproximadamente cuatrocientos cincuenta kilómetros antes de llegar a la parte central del país, mas dada la naturaleza del paraje que debía atravesar probablemente sería necesario cubrir una distancia mucho mayor.
Con él viajaban su esposa, Sarai, su sobrino Lot, y un gran séquito de sirvientes que cuidaban de sus numerosos rebaños y manadas. Su arribo a Siquem (Génesis 12:6) se caracterizó por una nueva revelación de Dios, quien le aseguró que esa tierra le pertenecería a él y a sus descendientes. Abram construyó en seguida altares en honor a Dios, uno en Siquem y otro en Betel a unos veintisiete kilómetros al sur.
Después de una breve estadía en la tierra fértil de Egipto, la escasez en la tierra de Canaán exigió a Abram y sus siervos que volvieran a Betel (véase Génesis 13:3, 4) y allí volvió él a adorar a Dios de acuerdo con su más elevada comprensión.
En esa época la hacienda del patriarca y su sobrino había llegado a ser tan numerosa que ya no resultaba práctico que compartieran los mismos campos para el pastoreo. Con el objeto de evitar la creciente tensión que se notaba entre los pastores, Abram ideó un plan que muestra cuán consistente era en su honestidad y generosidad. En vez de escoger la mejor tierra para sí mismo, dejó a su sobrino en completa libertad de seleccionar la parte de tierra que fuera de su preferencia.
Igualmente típica fue la actitud de Lot. Habiéndose percatado de cuán fértil era la tierra que rodeaba las ricas y prósperas aunque profundamente materialistas ciudades de Sodoma y Gomorra en la planicie del Jordán, prontamente escogió ese territorio para sí mismo, dejando que Abram se contentara con tierras más estériles y pedregosas en lomas más elevadas.
Esta separación de Lot fue necesariamente un preludio en el cumplimiento del destino de Abram, pues leemos que “Jehová dijo a Abram, después de separarse Lot de él: Alza los ojos, y mira desde el lugar donde estás, hacia el norte, y hacia el sur, y hacia el oriente, y hacia el occidente; porque toda la tierra que ves, te la daré a ti y a tu simiente, para siempre” (Génesis 13:14, 15). Esta promesa es más notable aún por el hecho que en aquel entonces el patriarca no tenía hijos. Con sincera gratitud por esta nueva prueba del favor divino, Abram levantó en esa época un altar más a Dios en Hebrón, a más o menos veintidós kilómetros al sur del lugar que ahora conocemos como Jerusalem.
El capítulo 14 del Génesis presenta a Abram en un papel nuevo, es decir, en el de un luchador valiente y victorioso; mas sus acciones no están de ninguna manera en pugna con su carácter fundamental. Habiéndose enterado de que Lot, su familia y sus sirvientes habían sido capturados por los ejércitos de Kedorlaomer y sus aliados, Abram tuvo el coraje de instigar y guiar un ataque contra estas fuerzas aparentemente superiores, contribuyendo personalmente con trecientos dieciocho hombres armados y tomados de entre sus propios siervos.
No sólo rescató a todos los familiares de su sobrino, sus propiedades y todos sus criados, mas también derrotó definitivamente a Kedorlaomer y sus confederados, liberando a varios reyes locales que reinaban en la región y granjeándose así su gratitud y respeto. Y aún más, fue bendecido y recomendado por Melquisedec, rey de Salem, y sobre cuya importancia se hace énfasis en el Nuevo Testamento (véase Hebreos 7).
Y es así como Abram antes de recibir su significativo nombre de Abraham dió pruebas de su generosidad, lealtad, valentía y confianza en Dios.
Los preceptos de Jehová son rectos, que alegran el corazón; el mandamiento de Jehová es claro, que alumbra los ojos; el temor de Jehová es limpio, que dura para siempre; los juicios de Jehová son verdad, y a una justos. Deseables son más que el oro, y más que mucho oro fino; dulces también, más que la miel y que las gotas que destilan los panales. También tu siervo es amonestado con ellos, y en guardarlos hay grande galardón. — Salmos 19:8–11.